lunes, 11 de mayo de 2020

Viaje en tren

Había decidido escaparse por unos días de la casa de su hijo y en una agencia sacó un pasaje de tren, con destino a un centro turístico con aguas termales. La partida era en la vieja estación del pueblo en que vivía y se encaminó lentamente hacia ella. Ese día al caer la tarde, le mintió a su hijo, diciéndole que iba a una reunión importante de jubilados que había convocado el cura del Pueblo. Le dijo que como se le haría tarde, se iría a dormir a la casa de una amiga que vivía al lado de la Iglesia.
La vieja iba muy elegante con sombrero, vestido oscuro de encaje, aros, un prendedor de oro puro y en la mano izquierda que tenía dos alianzas de viuda, llevaba una pequeña maleta. De las arrugas de su rostro, emergía una pequeña nariz y una boca que en tiempos de juventud debía haber sido sensual. Mientras aguardaba el tren en el andén, miraba ensimismada la estela de rieles de hierro, paralelos e inacabables, apoyados sobre olas de balastos y durmientes. Un cartel le indicó que el tren por llegar venía atrasado.
Se sentó en un banco de esa humilde estación añorante de limpieza, mientras un perro de escuálida estampa, recorría el andén en busca de su porción diaria. Durante la espera fue hacia los baños, que se destacaban por sus sucias puertas, donde algunos inadaptados se sentían poetas. Por fin, después de tanto esperar y ya anocheciendo, vio a lo lejos aparecer al tren con sus faros encendidos, que terminó entrando lentamente en el andén de la estación. Antes de subir, la vieja se persignó y ascendió al vagón con cierta dificultad y se acomodó en el asiento asignado en el boleto. Luego del silbato de mando, el tren ya iba a comenzar a arrancar, cuando súbitamente subió al tren una joven hermosa, alta, rubia y delgada, que se sentó frente a su asiento, brindándole una sonrisa.
Cuando la locomotora se puso en marcha, el vagón dio una sacudida, las ruedas se pusieron en movimiento y comenzó la partida. La vieja se sorprendió, porque no esperaba que el tren fuera en esa dirección, y se encontró sentada de espaldas al avance del mismo.
¿Quiere cambiar de lugar conmigo?—, le dijo en forma muy atenta la joven mujer que se había sentado frente a ella, al ver su confusión.
La vieja rechazó el ofrecimiento con delicadeza, le dijo que a ella le daba lo mismo y le agradeció su amabilidad.
Al dejar la estación, el tren lanzó un gemido y parecía un león rugiendo cuando comenzó a atravesar los aledaños del pueblo. Se mantuvo en silencio, entregada al ruido cadencioso del tren. Cuando miraba por la ventanilla, veía a lo lejos en la noche, árboles oscuros agitarse sin fin, bajo el claro resplandor de la luna que ya había aparecido en el cielo.
La vieja, observaba de reojo en forma discreta a esa mujer seductora sentada frente de ella y sin proponérselo, admiraba a esa joven, que le recordaba sus días de juventud. De vez en cuando, como una autómata, se tocaba nerviosa el prendedor de oro, miraba los anillos de sus dedos y espiaba el reloj, más para observar si estaba la gruesa placa de oro, que para ver la hora.
Luego de un largo rato, fingió que leía un libro. No quería aparentar que estaba viajando sin haber avisado nada a nadie. Pensaba que Dios le había dado salud para viajar y también estaba bien de la cabeza, no hablaba sola y ella misma se bañaba todos los días. Estaba convencida que las aguas termales la revitalizarían. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero nadie le creería fuerte, y con sus setenta y ocho años, seguramente le dirían que era vieja y débil para esa función. Le deprimía pensar que no servía para ninguna tarea y que no tenía ya nada que hacer en este mundo.
En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes y fastidiosas se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías. Estaba algo inquieta, y de pronto la mujer bonita sentada frente a ella, sin echar mirada alguna, corrió un poco la cortinilla de la ventanilla de su lado y como un ser prendado de la luna, miró hacia el cielo estrellado.
La vieja le consultó qué hora sería, como para hablar algo y ella le contestó que alrededor de las nueve de la noche.
¿Va muy lejos?—, le preguntó nuevamente a su joven compañera, como forma de tratar de entablar una conversación.
No muy lejos, le contestó ella y se quedó pensativa mirando distraídamente por la ventanilla. Luego hizo un largo silencio.
Le pareció que la joven bonita que le ofreció cambiar el asiento, no tenía interés en conversar. En realidad, a nadie le gustaba conversar mucho con ella. Aún cuando estaba junto a la gente, nadie parecía interesarse de su existencia.
A fin de cuentas, ella no tenía la culpa de ser vieja y no podía detener el tiempo, pensaba, mientras simulaba leer el libro.
Las mujeres de atrás se habían quedado dormidas y en esa marcha monótona, durante algunos momentos de distrajo mirando por la ventanilla, donde iban apareciendo conformados ante su vista, los campos oscuros, la luna y el cielo estrellado. A cada silbato emitido por el tren, le parecía que ellos les respondían como un eco lejano.
De pronto, inmersa en el aburrimiento y ese traqueteo constante y permanente, le atacó el sueño y volvió a encontrarse en aquella vieja estación con las vías llenas de empalmes, viendo a distancia la luz de la locomotora que avanzaba hacia ella. La angustia asomó en su sueño, cuando dudaba si a último momento tomaría uno de los desvíos y la máquina se le viniese encima.
Mientras la vieja se encontrada sumergida en esos sueños, las notas aflautadas de la locomotora, anunciaron cerca de la media noche, la llegada a la primera estación. Al entrar el tren en el andén, lanzó un silbato, como si fuera un gemido, prolongado y lastimero.
La mujer joven y bella se incorporó y se mantuvo un tiempo parada como buscando algo. En tanto, las mujeres del asiento de atrás, que se habían despertado, reanudaron su molesto parloteo sin prestarle la menor atención. Finalmente, la joven tomó la maleta y se bajó en esa estación. Mientras sucedía todo esto, la vieja dormía profunda y apaciblemente, con la cabeza recostada bajo el sombrero y una mano cerrada sobre el libro.
Cuando la joven mujer descendía rápidamente del tren, le atacó un dejo de temor. Pensaba en la imagen del rostro espantado que tendría la anciana si en esos momentos se llegara a despertar y buscara sus joyas y su maleta, frente a su asiento vacío. Seguramente el estruendoso alarido que proferiría alarmaría a todo el tren.
Por suerte para ella la vieja no se despertó y mientras se alejaba prestamente, respiró aliviada al escuchar el silbato del tren indicando que ya partía de la estación.
 





Seleccionado Concurso de relatos de viaje.
Publicado en la antología del concurso.
Moleskin.es. España. Abril 2013.

No hay comentarios:

Publicar un comentario