Había decidido escaparse por
unos días de la casa de su hijo y en una agencia sacó un pasaje de
tren, con destino a un centro turístico con aguas termales. La
partida era en la vieja estación del pueblo en que vivía y se
encaminó lentamente hacia ella. Ese día al caer la tarde, le mintió
a su hijo, diciéndole que iba a una reunión importante de jubilados
que había convocado el cura del Pueblo. Le dijo que como se le haría
tarde, se iría a dormir a la casa de una amiga que vivía al lado de
la Iglesia.
La
vieja iba muy elegante con sombrero,
vestido oscuro
de
encaje, aros, un prendedor de oro puro y en la mano izquierda
que tenía
dos alianzas de viuda,
llevaba
una
pequeña maleta. De las arrugas de su rostro, emergía una pequeña
nariz y una boca que en tiempos de juventud debía haber sido
sensual. Mientras
aguardaba el tren en el andén, miraba ensimismada la estela de
rieles de hierro, paralelos e inacabables, apoyados sobre olas de
balastos y durmientes. Un cartel le indicó que el tren por llegar
venía
atrasado.
Se
sentó en un banco de esa humilde estación añorante de limpieza,
mientras un perro de escuálida estampa, recorría el andén en busca
de su porción diaria. Durante la espera fue hacia los baños, que se
destacaban por sus sucias puertas, donde algunos inadaptados se
sentían poetas. Por fin, después de tanto esperar y ya
anocheciendo, vio a lo lejos aparecer al tren con sus faros
encendidos, que terminó entrando lentamente en el andén de la
estación. Antes
de subir, la vieja se persignó y ascendió al vagón con cierta
dificultad y se acomodó en el asiento asignado en el boleto. Luego
del silbato de mando, el tren ya iba a comenzar a arrancar, cuando
súbitamente subió al tren una joven hermosa, alta, rubia y delgada,
que se sentó frente a su asiento, brindándole una sonrisa.
Cuando la locomotora se puso
en marcha, el vagón dio una sacudida, las ruedas se pusieron en
movimiento y comenzó la partida. La vieja se sorprendió, porque no
esperaba que el tren fuera en esa dirección, y se encontró sentada
de espaldas al avance del mismo.
—¿Quiere
cambiar de lugar conmigo?—,
le dijo en forma muy atenta la joven mujer que se había sentado
frente a ella, al ver su confusión.
La vieja rechazó el
ofrecimiento con delicadeza, le dijo que a ella le daba lo mismo y le
agradeció su amabilidad.
Al
dejar la estación, el tren lanzó un gemido y parecía un león
rugiendo cuando comenzó a atravesar los aledaños del pueblo. Se
mantuvo en silencio,
entregada al ruido cadencioso del tren. Cuando
miraba por la ventanilla, veía a lo lejos en la noche, árboles
oscuros agitarse sin fin, bajo el claro resplandor de la
luna
que ya había aparecido en el cielo.
La
vieja, observaba de reojo en forma discreta a esa mujer seductora
sentada frente de ella y sin proponérselo, admiraba a esa joven, que
le recordaba sus días de juventud. De vez en cuando, como una
autómata,
se tocaba nerviosa el prendedor de oro, miraba los anillos de sus
dedos y espiaba el reloj, más para observar si estaba la gruesa
placa de oro, que para ver la hora.
Luego de un largo rato, fingió
que leía un libro. No quería aparentar que estaba viajando sin
haber avisado nada a nadie. Pensaba que Dios le había dado salud
para viajar y también estaba bien de la cabeza, no hablaba sola y
ella misma se bañaba todos los días. Estaba convencida que las
aguas termales la revitalizarían. Su ideal era ser dama de compañía
de alguna señora, pero nadie le creería fuerte, y con sus setenta y
ocho años, seguramente le dirían que era vieja y débil para esa
función. Le deprimía pensar que no servía para ninguna tarea y que
no tenía ya nada que hacer en este mundo.
En
el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus
voces constantes y fastidiosas se fundían con el ruido de las ruedas
del tren y de las vías. Estaba
algo inquieta, y de pronto la mujer bonita sentada frente a ella, sin
echar mirada alguna, corrió un poco la cortinilla de la ventanilla
de su lado y como un ser prendado de la luna, miró hacia el cielo
estrellado.
La
vieja le consultó qué hora sería, como para hablar algo y ella le
contestó
que alrededor de las nueve de la noche.
—
¿Va
muy lejos?—,
le preguntó nuevamente a su joven compañera, como forma de tratar
de entablar una conversación.
—
No
muy lejos—,
le contestó ella y se quedó pensativa mirando distraídamente por
la ventanilla. Luego hizo un largo silencio.
Le pareció que la joven
bonita que le ofreció cambiar el asiento, no tenía interés en
conversar. En realidad, a nadie le gustaba conversar mucho con ella.
Aún cuando estaba junto a la gente, nadie parecía interesarse de su
existencia.
A fin de cuentas, ella no
tenía la culpa de ser vieja y no podía detener el tiempo, pensaba,
mientras simulaba leer el libro.
Las
mujeres de atrás se habían quedado dormidas y en esa marcha
monótona, durante algunos momentos de distrajo mirando por la
ventanilla, donde iban apareciendo
conformados ante su vista, los campos oscuros, la luna y el cielo
estrellado. A cada silbato emitido por el tren, le parecía que ellos
les respondían como un eco lejano.
De
pronto, inmersa
en el aburrimiento y ese traqueteo constante y permanente, le atacó
el sueño y volvió a encontrarse en aquella vieja estación con las
vías
llenas de empalmes, viendo a distancia la luz de la locomotora que
avanzaba hacia ella.
La angustia asomó en su sueño, cuando dudaba si
a último momento tomaría uno de los desvíos y
la máquina se le viniese encima.
Mientras
la vieja se encontrada sumergida en esos sueños, las notas
aflautadas de la locomotora, anunciaron cerca de la media noche, la
llegada a la primera estación. Al
entrar el tren en el andén, lanzó un silbato, como si fuera un
gemido, prolongado y lastimero.
La mujer joven y bella se
incorporó y se mantuvo un tiempo parada como buscando algo. En
tanto, las mujeres del asiento de atrás, que se habían despertado,
reanudaron su molesto parloteo sin prestarle la menor atención.
Finalmente, la joven tomó la maleta y se bajó en esa estación.
Mientras sucedía todo esto, la vieja dormía profunda y
apaciblemente, con la cabeza recostada bajo el sombrero y una mano
cerrada sobre el libro.
Cuando la joven mujer
descendía rápidamente del tren, le atacó un dejo de temor. Pensaba
en la imagen del rostro espantado que tendría la anciana si en esos
momentos se llegara a despertar y buscara sus joyas y su maleta,
frente a su asiento vacío. Seguramente el estruendoso alarido que
proferiría alarmaría a todo el tren.
Por suerte para ella la vieja
no se despertó y mientras se alejaba prestamente, respiró aliviada
al escuchar el silbato del tren indicando que ya partía de la
estación.
Seleccionado
Concurso
de relatos de viaje.
Publicado
en la antología del concurso.
Moleskin.es.
España. Abril 2013.
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