martes, 31 de julio de 2018

A la deriva

En el siglo dieciocho, un viejo barco de guerra astillado y completamente pintado de negro, recordaba aquel tiempo pasado de gloria marina. Ahora en un estado de bastante deterioro, su aire lúgubre influía en el ánimo de los marineros que componían su dotación. Había partido de un puerto español hacía ya bastante tiempo y estaba navegando cerca de la Tierra del Fuego.
Aquella noche, el capitán vestía un uniforme azul con botones y su cara que tenía un aspecto siniestro, estaba cubierta por una amplia barba descuidada que cubría su boca desforme. Por encima del cuello alto y tieso de su chaqueta, sobresalía la ancha papada. Su insidiosa mirada ahora estaba cansada y al sacarse la gorra, el cabello en otro tiempo abundante y desgreñado, estaba completamente blanco, rodeado de una incipiente calva.
En sus primeros pasos como marino había tenido un accidente y al encallar el barco en el Ecuador, la tripulación fue perseguida por los aborígenes y herido en el rostro debió huir a la selva. Fue el único sobreviviente, alimentándose para subsistir de cualquier insecto o animal que pudo disponer. Cuando fue rescatado, como su imagen macabra parecía la de un vampiro, algunos amigos comentaban risueñamente, que en esa odisea seguramente se habría alimentado de la sangre humana de algún compañero.
Por su valentía, la corona española le había confiado la capitanía de ese barco pintado de negro, desde el mismo momento que fue botado al agua. Después de mucho tiempo de andanzas y de terribles batallas navales, seguía todavía allí, aferrado en ese mismo destino. Esa noche con algunas copas demás y envuelto en la nostalgia de los tiempos pasados, con una especie de obstinación, el capitán se negaba a quitarse el uniforme y se recostó somnoliento sobre la cama de su camarote.
Cuando se despertó en la madrugada, un frío glacial lo sobresaltó de su incipiente sueño. Inmerso en una sensación que no podía explicar, no sabía si había tenido un dormir o un despertar verdaderos. Se abrigó rápidamente y cuando subió al puente del barco, el amanecer se presentaba cubierto de nubes oscuras muy amenazadoras, que presagiaban el inminente comienzo de una gran tormenta.
A lo lejos y en el mismo rumbo, una figura blanquecina le llamó inmediatamente su atención, porque se trataba de un inmenso banco flotante de hielo, que según sus estimaciones debería tener más de una milla de largo. De repente arreció el viento y debieron sufrir todo ese día el castigo de un intenso temporal, hasta que en plena noche y en forma imprevista, un impresionante choque hizo crujir al barco de tal forma, que la tripulación quedó paralizada de terror.
Cuando reaccionaron, lograron detectar en la oscuridad que la nave se había prácticamente incrustado en ese inmenso banco de hielo y que sólo por milagro el grueso casco había resistido el impacto desformándose considerablemente, pero sin haberse averiado. Al hacerse la luz del día y cuando revisaron más detenidamente el navío, verificaron que tenían una pequeña inclinación y estaban firmemente encallados a ese enorme témpano de hielo. Trataron de librarse de él por todos los medios disponibles, pero el casco se había introducido de tal manera en una hendidura del hielo, que era imposible separarlo.
El barco negro había quedado a la deriva y seguía el mismo derrotero de esa inmensa mole blanca, que era conducida por una helada corriente antártica. Pasaron los días y la situación era aún peor por la nieve que caía permanentemente. Durante ese tiempo habían bajado al mar varios botes, con el objeto de divisar durante la luz del día alguna embarcación que los ayudara, pero siempre habían regresado al oscurecer sin lograr su objetivo.
Poco a poco, los fue invadiendo un sentimiento de impotencia, porque tuvieron que admitir que era imposible liberarse de esa masa de hielo y que estaban a merced del azar de su derrotero. La insubordinación de la tripulación que se mantenía encubierta al principio, lentamente se había puesto ya de manifiesto. Sus cuerpos se movían secretamente y empezaron a hablar a hurtadillas, como parte de una melodía que fluía sorda en torno del capitán.
Llegó un momento que éste comprendió que su autoridad ya no existía, porque si pretendía imponer una reprimenda a alguno de ellos, seguramente sería desobedecido. Entonces, prudentemente decidió mostrarse callado e indiferente, mientras en su interior sufría un estado de abatimiento y depresión como jamás le había sucedido. Tenía dificultades para dormir y muchas veces se pasaba las noches en vela, soportando esos momentos de sufrimiento. 
Luego de unos días, la tripulación le comunicó que iba a abandonar el navío en los botes y mientras embarcaban víveres y agua, como un gesto de consideración lo invitaron a emprender el viaje con ellos. El capitán trató hasta el último momento de disuadirlos de ese absurdo proyecto, pero sus esfuerzos no sirvieron de nada. Les hizo la observación que la distancia que los separaba de la costa eran más de doscientos millas y que aún con un mar sereno y vientos suaves no podrían llegar nunca a ella, porque los víveres y particularmente el agua se consumirían rápidamente. Por otra parte, era muy difícil encontrar en estos lugares un barco que los auxilie, como ya lo habían constatado durante esos últimos días.
Buscaba con su experiencia encenderles a la tripulación la luz del discernimiento, pero ésta siempre era apagada, justo en el momento que debería convertirse en comprensión. Ante esta actitud, tomó la determinación de no embarcar con ellos en los botes. Él era el capitán y sólo muerto abandonaría el barco, por lo que se quedaría allí y su destino sería el mismo que la providencia le asignara a ese navío de guerra a la deriva, que tanto quería y que formaba parte de su vida. 
Finalmente las negras manos enguantadas de los marineros con movimientos conocedores y atentos, comenzaron a realizar la tarea en un mágico frenesí. Encerrado en su cabina escuchó todo el alboroto de la carga de los botes, hasta que la agitación cesó por completo, lo que indudablemente era la señal que indicaba que ya habían partido. Al salir a la cubierta fue tomado de sorpresa por el viento frío y trató de entrar en calor saltando y levantando las manos, mientras en un verdadero ataque de depresión no lograba dominar sus ideas. Todo se disolvía en la incertidumbre y trataba de reflexionar, mientras el corazón le latía intensamente.
Luego de un rato, observó impotente como los botes se alejaban pausadamente, arrastrado por los poderosos brazos de los marineros. Mientras tanto, el oleaje acariciaba los botes olvidando detrás de ellos una blanca estela, que se fue parsimoniosamente empequeñeciendo en el horizonte. Se encontraba solo y por su cuerpo recorrió un escalofrío. Se sentía débil, como si sus fuerzas lo hubiesen abandonado, como si su alma hubiese partido dejando un cuerpo moribundo. Entró nuevamente en la cabina rodeado por un mundo extraño de soledad, donde todo aquello permanentemente estaba danzando en su cerebro. 
Fue allí, cuando repentinamente sintió en el medio de su pecho un estremecimiento agudo, al escuchar que llamaban a la puerta de la cabina. Se incorporó de un salto. ―” ¿Quién podría ser?”, “¿No se había quedado solo?” ―, se preguntaba intrigado. Cuando abrió la puerta, vio la figura gorda y carismática del cocinero, quien lo saludó solemnemente y le dijo que lo seguiría sirviendo, indicándole que los marineros al partir les habían dejado alimento para veinte días. Sintió un gran alivio en el corazón al saber que no estaba completamente solo, con el barco a la deriva encallado en un bloque de hielo. Durante ese tiempo podría suceder que se acercara un buque que los auxilie, pensaba el capitán, albergando en el fondo de su alma alguna remota esperanza. 
Un rato después, había empezado a soplar un fuerte viento frío acompañado de una intensa nevada y subió a cubierta provisto de un catalejo para visualizar a la tripulación que acababa de partir. Prácticamente no podía distinguirlos en el mar enfurecido, donde los atestados botes casi no podían mantenerse a flote en una situación desesperante y consideró que salvo un milagro, era imposible que pudieran salvarse. Sonrió cuando por fin los divisó bajo el sol rojizo del crepúsculo y observó los movimientos del bote cuando se sumergía entre las olas. Paulatinamente, el cielo se fue oscureciendo, hasta que al adquirir el tono negro intenso de la noche, una por una fueron apareciendo las estrellas. 
De pronto, creyó percibir un cántico que se elevaba entre las olas y lo hizo parpadear de asombro. Era como un sonido monocorde, grave, emitido por muchas gargantas que alzaban al cielo sus voces despidiéndose de su capitán. La angustia lo embargó, mientras sentía la necesidad de clavar los ojos en ese mar bravío, buscando un punto en el infinito, en tanto las estrellas lo miraban y se inclinaban ante él.
Había pasado casi un mes desde aquel día y no había vuelto a divisar nunca más a la tripulación. Se encontraban impotentes y sólo les quedaban alimentos para unos días más. El cocinero nunca hablaba, sólo murmuraba algunas frases sueltas al servirle ceremoniosamente las raciones de alimentos, que para él eran como si fueran una larga charla. De hecho, cuando lo servía, se quedaba mirándolo fijamente, para observar el efecto que provocaba en aquel tétrico rostro la comida que había preparado y el capitán, para complacerlo, asentía ceremoniosamente con la cabeza.
Ese día en la cubierta, el capitán estaba atisbando con los catalejos a un extraño pájaro, cuyo brillante plumaje azulado rivalizaba con el cielo del que había surgido y que los acompañaba en el trayecto. Repentinamente apareció ante sus ojos en el horizonte una figura blanca que creyó que era un témpano, y que al principio le pareció demasiado lejano y que no se desplazaba. Pero, poco a poco, esa imagen que había estado tan lejos estuvo cada vez más cerca y se fue convirtiendo en la imagen de un extraño buque blanco, que se veía a simple vista.
Lo contempló con atención y cerró involuntariamente los ojos para recapacitar y asegurarse de que su vista no lo había engañado. Entonces, llamó al cocinero y corrieron con determinación hacia el cañón que ya tenían preparado y lanzaron rápidamente una salva de advertencia al aire, para llamarles la atención. Pero el buque blanco pasó de largo indiferente a todo, deslizándose serena y silenciosamente sobre el mar y desapareció misteriosamente. ―” ¿Era posible que no los hubieran divisado?”, pensaba el capitán desesperado.
La conciencia del capitán estaba como perdida en la nada, impulsada por una fuerza que no llegaba a comprender y todo su ser estaba sumergido en una mezcla de paz y misterio. ―” ¿Acaso había visto el espejismo de un bloque de hielo?”­ “¿Acaso era un buque fantasma que deambulaba eternamente por el mar?” ―, se preguntaba completamente intrigado, Al cabo de varios días se les agotaron las provisiones y la angustia y el hambre los rodearon por completo.
Hasta que en una noche oscura llena de estrellas, luna y silencio, el sueño de la muerte se apoderó del ampuloso cocinero, que se había acurrucado en el piso de la cocina, mientras su vida se fue apagando entre las sombras. Al descubrirlo en esa misma noche, el capitán quedó estremecido en lo hondo de su espíritu. Buscó un desahogo y gritó con todas sus fuerzas, pero solamente oyó su propio grito, al que nadie respondió. ―” ¿Habría alguna salida a su situación?”, se preguntaba. La hipótesis que se imponía con más fuerza era que no, y esa situación desesperanzada ya lo estaba conduciendo lentamente a la locura.
No pudo moverlo de aquél sitio porque el cuerpo era muy pesado y el capitán estaba muy débil. Mientras las fuerzas lo abandonaban, su mente flotaba en la incoherencia y  el sueño trataba de cerrar sus párpados. Sabía por experiencia, que tarde o temprano su fin no tardaría en llegar, porque abandonado a su propia suerte, a bordo de ese barco negro que navegaba a la deriva, a impulsos del destino, estaba condenado a sucumbir de hambre.
Sin embargo, en esos momentos, la oscuridad de la noche era un gran alivio para su desasosiego, porque pensó no debía preocuparse en esconder su angustia de miradas y lástimas ajenas, pero antes de decidirse a hacer aquello, ya muy agotado, decidió ir a su camarote a descansar. Al despertar al otro día, puede decirse que el capitán no tuvo alternativa. Como ya lo había hecho cuando estuvo perdido en las selvas ecuatorianas durante su juventud, tomó su filoso cuchillo y frenéticamente fue descuartizando, despedazando y seccionando en pequeños trozos, algunas partes del adiposo cuerpo del cocinero.
En ese sosiego que irradiaba la soledad del barco, dejó caer por un momento la mirada en un espejo, como buscando encontrar en su tétrico rostro, la figura de un antropófago. Quizá vislumbrara en su rostro algún remordimiento, algo similar a la zozobra que estaba haciendo mella en lo más profundo de sus entrañas. Sin embargo, la imagen del espejo tan sólo le permitió distinguir los retazos miserables de su vida. Sin duda, por esa necesidad de alimento que le carcomía el estómago, pensó que al único delito que se enfrentaba era la de conseguir adelantar el reloj que ordenaba el tiempo de su subsistencia. La imagen de esos trozos ensangrentados del cuerpo descuartizado seguía pululando tras de él, en esa nada en la que irremediablemente se encontraba.
Poco a poco, los ojos de su cara fueron emitiendo un fulgor secreto, que le trasmitían la visión de esa roja carne enriquecida por la ansiedad del hambre. Hasta que finalmente, el apetito se hizo tormenta en su vientre y hundió sus dientes paladeando ese tierno alimento y su boca gustó embelezado el sabor de la sangre.
Luego de devorar hasta el último de los trozos que había cortado y ya satisfecho, pensaba que ese cuerpo se conservaría en ese ambiente frío y por lo menos le serviría de sustento de vida durante algún tiempo. Pero sólo fue un efímero lapso de prolongación de una penosa espera hacia aquel inevitable desenlace. La vida existió tras de él con la luz que alcanza a la sucesión de miserias, de temores, de las carencias vitales que arrastraba su cuerpo, cuando el reloj sombrío que medía indiferente esas horas tortuosas del capitán se paró para siempre.
Finalmente, en el agua helada la nave se inclinó en el horizonte, danzando con el mar en un trágico rito, hasta que sucumbió en los delgados pliegues de las olas mecidas por la luna. El mar ya no devolvería su presa y el viejo navío de guerra negro quedó atrapado con su macabro secreto en las profundidades de ese gélido y bravío mar, que como buscando purificar toda culpa, quedó cubierto con un manto piadoso de hielo para toda la eternidad. 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

Premiado XIII Concurso de Relatos de Viajes.

Incluido en el libro:Con el Correo del Zar.

Moleskin. España. Julio 2018.

1 comentario: