miércoles, 24 de noviembre de 2021

Amarga venganza

Estaba inmovilizado y con el cuerpo dolorido, mientras su memoria trataba de apartarse de ese delirio diluido en la locura que se apoyaba sobre su conciencia. Se encontraba rodeado de una soledad macabra y tenebrosa que vivía y permanecía dentro de él. Esa soledad de su vida atormentada en aquel pueblo rural solo había podido ocuparlo ella. Siempre recordaba su sonrisa, su cabellera al viento, sus dulces palabras y la consumación de ese amor, que le causaron tantas sensaciones de felicidad.

Sin embargo tanto había perdido a pesar de si mismo, de la miseria que lo rodeaba y la distancia que los separaron, que no pudo aplacar aquella sensación que lo perseguía. No podía concebir la magnitud de cuanto la quiso, pero la traición que concibió su mente enferma fue devastadora. Esa absurda venganza sumada a esa triste revelación, signada ya en la demencia, no significaba en estos momentos más que una extensión de su amargura.

Todo comenzó cuando su amigo de infancia con un espíritu más emprendedor que el suyo, tomó la determinación de partir del pequeño pueblo agrícola en la que vivían para buscar nuevos horizontes. Sin embargo él había decidido quedarse para cuidar a su madre, y siguió trabajando en esas tierras que tanto amaba, como lo había hecho su padre que recientemente había fallecido.

Su carácter era tan introvertido que le costaba hilvanar las palabras, a veces ni siquiera contestaba y permanecía callado como una piedra de la que parecía estar hecho. Era bien parecido, flaco y alto, pero siempre estaba callado y serio y solo en raros casos se reía. Al principio su amigo le escribió contándole las peripecias de sus cambios de trabajo y su traslado de un lugar a otro deambulando por diversas ciudades, para luego radicarse en la Capital. El nunca se dignó a contestarle, y con el devenir del tiempo las cartas se hicieron más espaciadas, hasta que finalmente su amigo dejó de escribirle.

La partida de su amigo no fue la única, porque la pobreza había invadido al pueblo y no pasaba un día que alguien decidiera marcharse. Familias enteras recogían sus cosas y trataban de buscar una alternativa mejor, más allá de esas tierras que ahora no daban para vivir. Algunos, incluso con lo puesto, se iban caminando lentamente hacia la estación para tomar el tren, que era el único medio de transporte que disponían para dirigirse a distintas zonas del país. Prometían regresar algún día, pero la realidad era que nunca lo hacían.

El pueblo estaba cada vez más solo e indefenso de la miseria y del abandono, que poco a poco todo lo había invadido. Las calles solitarias comenzaron a olvidar el paso de los labradores madrugadores que iban a trabajar a los campos aledaños y de aquellos que hacían alguna tarea en el pueblo. Muchas casas antes habitadas y llenas de vida, miraban ahora con sus ventanas cerradas el futuro incierto de los pocos habitantes que permanecían todavía estoicamente allí.

En ese entorno que vivía, al poco tiempo falleció su madre y ya no tenía posibilidades de evitar su soledad, pero de todos modos, se encontraba tranquilo viviendo en ese pueblo. Cultivaba su pequeño campo suburbano que había heredado de sus padres y nada turbaba su enfermiza calma.

Todo cambió para él cuando conoció el amor de aquella niña que repentinamente se había transformado en mujer. Encontró la pasión en aquellos encuentros en el campo, donde bajo el sol de la primavera besaba sus labios y la contemplaba silenciosamente. Luego acariciaba aquellos rizados cabellos castaños como preludio de un éxtasis ya próximo. Esas citas amorosas duraron solo un corto tiempo colmado de felicidad, porque tuvieron un abrupto final cuando ella decidió acompañar a su madre para cuidarla, porque debía internarse en un hospital de la Capital.

Había percibido en un segundo tan largo como una eternidad que algo había muerto dentro de él, el día en que ella lo miró mientras se dirigía por el camino de la estación en compañía de su madre. Intuía en su mirada triste y en su tímida sonrisa, que no cumpliría la promesa de retornar al pueblo luego de la internación, para reanudar aquel amor. .

Pero esa promesa de ella en realidad escondía un secreto oculto, sustentado en el deseo implícito e imperativo de no forzarlo, porque deseaba que él tomara la decisión natural de acompañarla a la Capital y demostrarle con ello que realmente la quería. Sin embargo, ajeno a ese deseo, él nunca pensó en irse del pueblo e insistió en el reclamo que volviera rápidamente. Al final obtuvo una promesa forzada de ella de volver que lo dejó satisfecho y le dijo que la esperaría y que jamás la olvidaría.

Es verdad que tuvo cobardía en no decidirse a acompañar a ella con su madre en aquella partida, pero en su subconsciente había un cariño enfermizo por ese pueblo rural en el que había nacido y que lo atenazaba a esa tierra rodeada de pobreza. Pero esa casa en el pueblo y ese pequeño campo aledaño eran suyos y aún en la miseria, deseaba fervientemente compartirlo con ella. El se quedó esperando alguna carta de ella, pero jamás llegó ninguna y después de un tiempo, pensó en ir a buscarla pero nunca se decidió. El dolor fue erosionando su mente hasta formar parte de su ser, pero si bien había desesperación en esa angustia, también había pasividad e indecisión en su actitud.

Cuando pensaba en ella el alma se le entristecía, porque no podía concebir que la distancia que los separaba haya amortiguado aquella pasión, y que ese amor se hubiera disuelto en ella para siempre. Guardaba una foto en la mesita de luz, y algunas veces miraba a esa mujer que le recordaba aquellos días de amor. Siempre aparecía en su mente asida a su brazo en los verdes campos donde trabajaba y como una cálida brisa inundaba de cariño su corazón.

Muchos años después en el pueblo fueron quedando una gran mayoría de viejos que se preguntaban que hacía él entre ellos y no se había ido, iniciando una nueva vida fuera de ese triste entorno como lo habían hecho los demás. Un día vio llegar al cartero distinguiendo el fino polvillo que dejaban los cascos de su caballo en el solitario y descuidado camino de tierra que lo conducía hacia su pueblo. Como ya casi no llegaban cartas habían trasladado la estafeta postal del nuevo servicio privatizado al pueblo más cercano ubicado a varios kilómetros.

El cartero llegaba siempre quejándose por el estado de ese camino, llamando a la puerta de los pocos pobladores que quedaban. Por lo general juntaba las cartas y las distribuía una vez por semana cubriendo el trayecto a caballo, siempre que no lloviera. Cuando llegó a su casa buscó la única carta que traía en el bolsillo de su saco y se la extendió a él, que lo miró extrañado.

¿Es para mí? ―, preguntó.

Seguro, no he venido cabalgando hasta aquí para saludarte, ― le dijo sonriendo el cartero.

Viene de la Capital y es de tu amigo ―, le remarcó luego.

A él le dio un vuelco el corazón, porque había pensado que la carta era de ella y se quedó mudo como era su característica, mientras el cartero se despedía y se retiraba montando su caballo. Permaneció mirando la carta sin atreverse a rasgar el sobre por el temor a la noticia que contendría. Cuando la abrió, su amigo le decía que hacía ya muchos años que se había casado con una chica de ese pueblo, que conoció en un hospital de la Capital, apenada por la muerte de su madre. Le daba su dirección y le mandaba fotos invitándolo a visitarlo porque quería hablar con él.

Al ver en la foto la mujer que estaba junto a él, se encandiló con su alegre mirada y con su sonrisa amplia. Porque la esposa no era otra que ella, la que conocía desde que era niña, la de los cabellos castaños rizados, la que hacía tanto tiempo se había ido, dejándolo esperándola obnubilado. Se quedó durante largo tiempo paralizado como una estatua observándola, mientras se le estrujaba el corazón, sintiendo que no tenía ya más ganas de luchar y solo le quedaban amargura, tristeza y soledad. Pensó que debía olvidar todo, porque su amigo había sido como un hermano para él y seguramente no tenía la culpa de haberle mandado esa foto ya que debería desconocer aquella pasión que tuvo con ella.

―” ¿Que necesidad tuvo de mandarme esta carta con la foto e invitarme a hablar con él después de tanto tiempo?” ―, se preguntaba.

Repentinamente, al entrever que ella pudo dejar que su amigo le envíe esa carta inocente, sintió como si se le hubiera clavado un puñal en el corazón. Una vibración de furia lo sacudió y entonces, un desatinado deseo de venganza comenzó poco a poco a surgir dentro de su ser. La seguía amando con pasión, pero ahora, invadido por celos enfermizos, comenzaba a concebir una traición develada por esa carta, que le parecía una burla despectiva y humillante.

Su mente enfervorizada eran como dos mundos que no estaban de acuerdo. El interior le pedía tomar venganza y el exterior quería seguir en el rutinario ritmo decadente de la miseria que lo rodeaba en ese pueblo. Lo que ocurría era que esos dos mundos diferentes se separaban o se tironeaban entre sí de una manera espantosa. Hasta que al final, el despecho y los celos se hicieron tormenta en su alma trepando a su conciencia y entonces, decidió aceptar la invitación y viajar a la Capital.

Los viejos del pueblo al enterarse sorprendidos de su viaje le preguntaron si se alejaba para siempre como los demás, pero él sin mencionarles que iba a la casa de su amigo, les dijo que su partida era temporaria. Que era una forma de alejarse de allí y aprovechar ese tiempo para analizar las posibilidades de continuar su vida en la Capital.

Al llegar a la estación esa mañana, el azar hizo que tuviera que viajar en el último tren en servicio que partía de allí. La Compañía Ferroviaria privatizada igual que el Correo había decidido levantar el ramal debido al escaso tráfico de pasajeros y carga del pueblo, que no lo hacía para nada rentable. Sintió una profunda aprensión porque encima de la miseria, aparecían ahora ese proceso absurdo e interminable de entrega de los servicios públicos. Estos deberían cumplir una función social y ahora privatizados, estaban controlados por burócratas y funcionarios corruptos que todo le permitían a los concesionarios.

La clausura del tren seguramente seguiría con la desaparición de la poca acción social sustentada por el gobierno. Había una pequeña Escuela y la Sala de primeros auxilios, que junto al Destacamento policial y la Iglesia aún permanecían en la plaza principal. Ese último tren regresaría al pueblo al otro día y luego la nada.

―” ¿Y si no vuelvo en ese tren?”―, se preguntaba. La situación se complicaría, porque debería viajar en autobús hasta el pueblo aledaño. Luego debería conseguir que algún automóvil de alquiler se atreviese a llevarlo por esos caminos de tierra, que eran prácticamente intransitables e inaccesibles en los días de lluvia.

El viejo tren traqueteaba sin cesar circulando por esas vías casi sin mantenimiento, pero para él era una experiencia nueva en la vida. El paisaje estaba rodeado de nostalgia que se sumaba a su alma mortificada. Veía los campos de su pueblo que iban desapareciendo y aparecían otros campos, otras casas y otros pueblos con otras vidas, que seguramente eran más alegres y distendidas que la suya.

Pensaba que su amigo debió sentir dolor cuando abandonó todo al marcharse y al verse indefenso ante el incierto futuro, pero eso para él ahora era secundario. Ellos estaban juntos y con solo vislumbrarlo, los celos le atormentaban el alma y poco a poco en ese viaje le fueron apareciendo sensaciones extrañas en su mente. Eran como signos de incoherencia que hacían que sus pensamientos desvariaran de un tema a otro sin poder parar.

¿Qué objetivo tuvo mi amigo al mandarle aquella carta? ―, se preguntaba intrigado. Si le hubiese bastado con no decirle nada, porque al fin y al cabo era su vida.

¿Habría sido instigado por ella? ―, pensaba con su alma mortificada.

Mientras todo lo veía pasar por la ventanilla, movía instintivamente su mano de cuando en cuando, hacia los bolsillos internos de su saco. En uno de ellos estaba la carta de su amigo y en el otro el revólver con silenciador de su padre. El traje, la camisa y la corbata, estaban casi sin estrenar y también fueron de su padre y los zapatos los había tenido guardados desde hacía tiempo y le quedaban algo ajustados.

A llegar a la estación de la Capital, había una muchedumbre amontonada esperando y buscó la salida rodeado de un tropel de gente que iban y venían como potros enfurecidos alzando sus cabezas al aire. Mientras por los altavoces anunciaban la salida de otros trenes, prácticamente fue arrastrado y envuelto en ese caos, en un mundo tan distinto al de su pueblo. Finalmente llegó hasta la parada de taxis y bastante sofocado le dio la dirección al chófer que asintió mirándolo detenidamente, entre curioso y divertido.

La casa estaba ubicada en una calle empedrada frente a un inmenso parque y al llegar en ese atardecer, estaba rodeada de una brisa con olor a eucaliptos. Al verla pensó que a su amigo las cosas le habían ido muy bien, porque era un chalet con todas las comodidades, construido de techos de tejas de pizarra, grandes ventanales y jardín, que si bien se notaba que había sentido el paso de los años, aún permitían vislumbrar el lujo y la ostentación de épocas pasadas.

En la entrada del garaje se hallaba estacionado un moderno automóvil. Al tocar el timbre, a través del vidrio opaco de la puerta divisó la sombra de un individuo que se acercaba, quien abriendo una ventanilla lateral lo miró en forma expectante entre incrédulo y asombrado. Se reconocieron de inmediato, aunque los rasgos de ambos habían cambiado bastante con los años.

Le embargó la emoción y cuando su amigo le abrió inmediatamente la puerta, se abrazaron en un abrazo fraternal. Lo hizo pasar y se sentaron. Luego, mientras tomaban una copa de licor, su amigo le habló de su vida y su actividad. En tanto él con sus habituales pocas palabras le contó las desventuras del pueblo y le habló de la muerte de su madre. Le dijo que después de la migración solo fueron quedando los viejos y por último le mintió, diciéndole que ahora estaban mejorando las cosas.

Al preguntarle después por su esposa, distinguió dudas en su amigo y cierto temor en el tono de la voz al respondele en forma ambigua y percibió como un dejo de culpabilidad, como que todavía no se animaba a hablarle de ella. En ese instante comprendió el motivo porque no recibía una respuesta clara a su pregunta. Era evidente que su amigo conocía la relación sentimental que tuvo con ella y por eso, no se atrevía a contestarle francamente y su mente afiebrada dedujo que él sabía de aquella relación amorosa y que era cómplice de aquella traición.

Cuando ella hizo su aparición a su espalda, su amigo la miró tiernamente y al girar él la cabeza lo encandiló la alegre mirada de ella, su sonrisa amplia, su pelo rizado castaño. Se quedó mudo observándola embelesado y fue ella que adelantándose lo besó, diciendo que se alegraba mucho de verlo. En aquel momento comprendió la condena que debía cumplir por no haber tomado la determinación de partir con ella. Siempre estaría atado a aquellas casas que se caían a pedazos, a aquellas calles solitarias, a esos campos que no daban ya para vivir y a ese pueblo de viejos, casi incomunicado con el mundo. Su vida y su amor se fueron marchitando sin esperanzas y había permanecido atado a un recuerdo de algo utópico que nunca podría ser.

De pronto se sobresaltó en sus pensamientos cuando oyó que su amigo lo estaba invitando a cenar, porque ellos querían hablar sobre algo muy importante que tenían que contarle más tranquilamente. Entonces volvió a atacarlo con locura ese absurdo pensamiento que ella y su amigo lo habían traicionado y humillado concientemente mandándole aquella carta. Fue así que resueltamente tomó la determinación para la cual había venido, sacó el revólver de su bolsillo y les apuntó.

¿Pero, te has vuelto loco? ―, preguntó su amigo. Había sorpresa y consternación en su rostro.

Por favor déjame explicarte ―, le pidió ella suplicante.

No es necesario que me expliques nada ―, le dijo él enceguecido.

Rápidamente apretó con certeza varias veces el gatillo y vació alternativamente el cargador sobre ellos. Solo percibió alguna leve exclamación ahogada, mientras la sangre brotaba fácil de sus cuerpos que habían caído uno sobre otro. Repentinamente, se encontró completamente solo e invadido por una angustia infinita, sintió unas inmensas ganas de llorar y no pudo contener las lágrimas que empezaron a brotar inundando sus ojos.

Luego más calmado, miró a su alrededor tratando de comprobar si no había señales o indicios que lo delataran. En ese silencio que lo envolvía, lo sobresaltó el ruido acompasado del péndulo de un reloj ubicado junto a una pared del salón midiendo con indiferencias las horas. El reloj era una caja negra, alta y estrecha que en ese entorno funesto le pareció un ataúd y de pronto, sintió en el medio de su pecho un estremecimiento agudo al distinguir fugazmente iluminado en la penumbra, un retrato que le pareció la imagen fantasmal de él mismo cuando era joven, mirándolo inquisidoramente.

Aterrorizado, solo atinó a huir corriendo hacia la puerta de calle, pensando que debía alcanzar el último tren para regresar a su pueblo. Cuando salió de la casa no había nadie frente a ese enorme parque, su mente estaba como perdida en la nada y caminó desesperado en la noche, sin rumbo, por las calles de la Ciudad. Finalmente, descansando en un banco de una plaza pudo respirar una mezcla de paz y de misterio, cuando bajo la luz espectral de la luna que todo teñía de gris, vio a lo lejos los agudos y secretos escalofríos de una tormenta que relampagueaban en sus ojos.

Finalmente, caminando y preguntando llegó a la estación de trenes a la madrugada, cuando caían las primeras gotas de agua de lluvia. Tenía los pies ampollados de tanto caminar con esos zapatos ajustados y esperó dormitando en un banco de la estación. Por la mañana, subió al último tren que lo llevaría de regreso a su pueblo. Cuando ese tren arribó a la estación en el atardecer, unas personas estaban reunidas para protestar por ese acontecimiento que los dejaría librados a su suerte y aislados del mundo. La estación desde ahora sería como alguna de esas casas abandonadas, donde ya solo el olvido penetraría en los andenes vacíos.

Permanecían de pie viendo entrar en la estación ese tren que arrastraba un solo vagón. Cuando se detuvo y lo vieron descender como el único y último pasajero que había viajado quedaron sorprendidos. Hacía mucho tiempo que no ocurría que alguien retornara tan rápidamente. Como un designio maldito del destino, él había partido y regresado al pueblo signado por la muerte de ellos y por la muerte del tren, que por otra parte llevaría también a corto plazo a la muerte irremediable de ese pueblo. Respondió a los saludos afirmando que no le había gustado la Capital y que había decidido regresar, luego les dijo que estaba cansado y que prefería irse a dormir.

Al día siguiente se levantó muy temprano y buscó el amparo del trabajo en su campo para calmar la pena en que se sentía sumido. Tomado de sorpresa por la brisa fresca trató de entrar en calor saltando y levantando las manos, mientras en un verdadero ataque de ansiedad no lograba dominar sus ideas. En un momento dado, en su mente todo se disolvía en la incertidumbre, pensando si existía él realmente o era un ser irreal, danzando cómicamente sobre esa tierra, y en medio de esas reflexiones el corazón le latía intensamente.

La soledad a la cual estuvo en gran medida siempre atado y en parte su mente enferma la buscó con cobardía, perdía ahora todo equívoco e iba alcanzar su punto extremo de locura. Al caer la tarde en el regreso a su casa, a lo lejos en el horizonte de pronto apareció la imagen de ella con esa sonrisa que lo cautivaba, mientras desplegaba sus cabellos rizados al viento en el crepúsculo. Estaba extasiado observándola cuando repentinamente esa visión desapareció misteriosamente de su vista.

Estremecido por la angustia, la llamó gritando su nombre en el campo y pudo intuir el eco lejano de su propio grito, que no podía cesar de escucharlo en su mente aun habiéndose callado. De pronto, el viento al soplar le trajo unos murmullos como contestando a su llamado, que al principio le parecieron demasiados lejanos, pero luego se fueron haciendo las voces de dos personas que vistiendo uniforme policial se le acercaban rápidamente.

Se asustó y quiso escapar, pero cuando intentó correr tropezó y cayó al suelo, torciéndose con dolor el tobillo. Lo alcanzaron y lo aferraron firmemente saltando sobre él y mientras luchaba para sacárselos de encima. El cuerpo le pesaba e intentó pararse con todas las fuerzas que disponía, mientras el sudor lo empapaba completamente y en su mente todo daba vueltas, hasta que finalmente se desvaneció.

Despertó a la mañana siguiente en el destacamento policial con un espantoso dolor en todo su cuerpo y se percató que tenía unas esposas puestas. Claramente, escuchó que un policía le decía que estaba acusado de un doble crimen y frente a él estaba parado reconociéndolo, el taxista que lo había trasladado a la casa de su amigo. Pero en medio de su locura se le erizó la piel y se le partió el corazón, cuando alcanzó a distinguir parado algo más atrás, al joven de la figura de aquella foto que vio en la casa de su amigo. Era tan bien parecido, flaco y alto, como lo fue él en su juventud, quien lo miraba callado y serio, con los ojos cubiertos de lágrimas. 

 



 

 

 


Certificado de honor I Concurso de Cuentos y Novelas cortas.

Guillermo Antonio Albornoz.

Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento. 

Quines. San Luis. Argentina. Noviembre 2021.

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