sábado, 13 de febrero de 2021

Partida y regreso

La partida

Cuando terminó la guerra civil española, mi padre estaba en una situación difícil. Se rumoreaba que brigadas de soldados irían por las casas en busca de opositores y sospechosos. Era delegado gremial en una empresa textil de Barcelona que había peleado por la República muy duramente. Fue herido, y estaba recuperándose en nuestra casa con los cuidados de mi madre, cuando terminó la guerra.

Yo tenía dieciocho años y un hermanito muy pequeño de seis, que jugaba saltando y corriendo indiferente de un lado para otro de la casa, pues para él todo era fiesta. Habíamos decidido irnos, porque queríamos escapar de los horrores de la posguerra buscando otras oportunidades que nos proporcionaran tranquilidad. Sabíamos el enorme riesgo a que nos exponíamos, dado que deberíamos emigrar en forma furtiva.

Uno de los amigos de la zona portuaria, que le debía la vida a mi padre en los días que luchó junto a él en el frente, nos facilitó la forma de escaparnos en un barco al otro lado del mundo. Una vez arreglado los preparativos, partimos cabizbajos dejando atrás los recuerdos que llevábamos en nuestros corazones, y la incertidumbre de no saber si volveríamos algún día.

Las últimas escenas previas a la partida produjeron en mí un mágico frenesí. Cuando las gruesas amarras fueron izadas por la tripulación y partimos entre las sombras de la madrugada, dejábamos atrás nuestras esperanzas e ilusiones. Ahogando el llanto, yo contemplaba como la nave se alejaba paulatinamente del puerto, adentrándonos en la inmensidad salada de aquel océano infinito.

Una fuerte brisa fría me sacudió como deseando despertarme de mi letargo con una fresca caricia, cuando rememoraba al joven escritor republicano que ocupaba mi alma. Seguía percibiendo su presencia, la tristeza de sus ojos y sus húmedos besos de despedida. Cuando pensaba en él, me sentía como en un lugar mágico donde podría salir volando adentrándome en el mar, como si fuera una de esas gaviotas que estaban revoloteando en el cielo.

Pero ni el rumor del mar, ni el canturrear de las gaviotas, lograban acallar aquella angustia, cuando vislumbraba a través del húmedo velo de esas lágrimas que no había podido contener, como quedaba atrás todo aquello. Sentía en esos momentos que irme era como morir, mientras observaba que me alejaba de mis afectos y de mis raíces. Me parecía que yo era como una amazona montada sobre un indómito corcel, que sin poder resistir, me conducía en busca de la puerta de entrada hacia un nuevo destino. Era una mezcla de rabia e impotencia que me brotaba incontenible, al comprender que no nos habían dejado otra salida.

La travesía hasta llegar a Buenos Aires fue dura y excesivamente larga para algunos de los pasajeros, con claros síntomas de desnutrición y miseria. Mi pequeño hermano cayó enfermo sin poder superar la dureza del viaje y murió de escarlatina. Nadie pudo hacer nada para salvarle la vida, porque las condiciones higiénicas y la atención médica de aquel barco dejaban mucho que desear.

La desesperación nos sumió a todos, cuando contemplábamos como las olas del mar se alzaban con sus descarnados brazos de espectro y se llevaban aquella caja que contenía el cuerpo de mi hermanito a sus profundidades. Una inmensa depresión se apoderó de mi madre durante días y días, la que emanaba del recuerdo de aquella imagen de su hijo con sus ojos asustados, en esas oscuras noches de sufrimiento.

Después de varios meses de navegación llegamos a destino y el puerto de Buenos Aires nos dio la bienvenida entre un bullicio impresionante. Había seres provenientes del mundo entero, que caminaban de un lado para otro con sus equipajes. Nos recibió un pariente que vivía allí desde antes de la guerra, que fue quien nos ayudó, ofreciéndonos en alquiler una casa frente al parque Avellaneda y allí nos instalamos.

En la Argentina las cosas comenzaron bien porque mi padre consiguió rápidamente un trabajo. Era un técnico calificado en materia textil y toda su vida se había dedicado a la confección de telas, con diversas combinaciones de formas y colores, En ese entonces había avidez de conocimientos y nuevas tendencias que necesitaba de expertos, con lo que rápidamente fue progresando en el trabajo.

Ya al mes de estar aquí, empecé a notar las molestias propias del embarazo. Dentro de mi ingenuidad, había pensado equivocadamente que aquel retraso era debido a los ajetreos del viaje e incluso a la escasez de comida en el barco. El destino quiso que recibiera la noticia durante la consulta de ese médico, que era un conocido de mi padre en Barcelona. Fue en fue en ese momento que lloré como nunca antes había llorado, descargando todas las penas de mi alma.

La novedad del embarazo provocó un golpe en mi familia, pero después de aquel disgusto inicial, mi madre me fue apañando. Esa noticia, había conseguido devolverle poco a poco, la ilusión de recuperar al hijo que había perdido. Al poco de dar a luz un niño precioso empecé a trabajar con mi padre, porque en esa fábrica se necesitaba atender los numerosos pedidos, que llegaban a diario procedentes de todas las zonas del país.

Cuando terminábamos nuestra jornada de labor, efectuábamos con mi padre el trayecto nocturno para volver a casa, atravesando a pie el enorme Parque Avellaneda. En general no hablábamos entre nosotros, sólo emitíamos algunas frases sueltas, envueltos en nuestros propios pensamientos. Nos costaba adaptarnos a este nuevo ambiente. La gente era amable con nosotros, pero algo distante y yo me sentía como una inmigrante, ganando mi derecho a permanecer en ese nuevo lugar.

Mientras mi hijo fue creciendo, mi madre se encargó de todo desde el principio. En realidad lo acogió como si fuera su propio hijo en lugar de su nieto y yo lo acepté con serenidad y comprensión. Jamás le conté nada a nadie sobre quien era el padre, porque todo se diluía en medio de mi cobardía y ese secreto se apoyaba sobre mi conciencia.

Y en esos anocheceres al terminar el trabajo diario en la fábrica, siempre recorríamos con mi padre ese camino de regreso por el parque. Avanzábamos en las penumbras a través de un decorado de árboles con aroma a eucaliptos. El caminar junto a él, me servía para apaciguar la tristeza que sentía. La intensidad de mi amor era tan grande y tan poderosa que no podía aceptar que todo aquello había muerto. Sentía como una niebla en mi espíritu que buscaba recuperar recuerdos, pero a veces no lograban colarse a través de las rendijas y cerraduras de los postigos de mi alma.

No había nada más amargo para mí que el sentimiento de impotencia, aquella que ni con la resignación lograba reducir y menos aún superar. Ese vacío de mi ser, esa soledad en mi vida atormentada, solo podía ocuparlo aquel amado escritor republicano. Nos conducían los faroles que alumbraban un círculo en el camino, surgido como desde un sueño, renovándose en los serpenteados senderos de tierra que parecían no tener fin. Todo ello me hacían rememorar aquel anochecer de otro parque lejano en Barcelona, donde los árboles y la luna, cobijaron aquel fogoso amor de mi juventud.

Mirando al cielo me preguntaba ¿Qué lejana galaxia acunaría ahora aquellas pasiones y luego esas tiernas fatigas, envueltas en poemas de amor? Las luces nos marcaban el rumbo y finalmente nos sacaban de la oscuridad, para guiarlos a la casa alquilada frente al parque. Allí estaba la mesa familiar preparada por mi madre, donde como siempre cenamos casi sin hablar, rodeados de los gritos alegres del jugar de mi hijo. Para el niño todo era fiesta y ello me hacía recordar con un dejo de tristeza a mi hermanito en España.


El regreso

La soledad a la cual me encontraba atada, había perdido ahora todo equívoco y alcanzaba su punto extremo. Me debatía entre un mundo lejano que ya no existía, perdido del otro lado del océano y este otro cielo que me cobijaba con solidaridad. Era un cielo distinto, pero que en paz, me estaba proyectando hacia los días futuros.

Y el futuro me fue conduciendo con mis padres hacia el mundo de la moda y no tardamos mucho en adquirir esa casa donde vivíamos y luego nos independizamos. Para ello, abrimos un negocio de confección de prendas de vestir, que nos dieron bienestar con un buen pasar económico. Lo demás fue tiempo. Un tiempo de vida rodeado de prosperidad, con aquel secreto guardado en soledad en mi pecho.

Y fue mucho después, que en ese misterioso devenir de los años habría un mañana en el amanecer de aquel nuevo día de España. Fue el día que increíblemente, una muerte encendió la luz de la libertad que me permitía volver a verlo todo. Pero lamentablemente, el destino no quiso que ese día mis padres pudieran estar en vida conmigo, celebrando ese acontecimiento feliz.

Fue justamente en ese día, que de pronto encontré aquella foto que estaba con ellos en Barcelona durante mi infancia. Y como en un círculo interminable en el tiempo, mi memoria me remontó hacia aquellos años llenándome de nostalgias. Y cuando no aguanté más, parsimoniosamente tomé una copa, apoyé la foto de los tres sobre aquella misma mesa en la que durante tantos años habíamos comido en silencio. Luego, abrí una botella de champagne en esta noche estrellada y mirándolos fijamente levanté la copa y brindé por ellos. Después, con los ojos empañados, vivé con toda mi alma por la república española, por cuyos principios mis padres habían signado el destino de sus vidas.

Sabía que en mi patria no había una libertad republicana, pero aquellas cadenas de la dictadura se habían roto para siempre. Esa libertad majestuosa, estaba ahora enmarcada en la democracia y el respeto de los derechos humanos, que eran ideales de aquellos que dieron la vida por la querida república. Y luego, lentamente seguí tomando copas hasta agotar la botella, porque quería de alguna forma apagar ese fuego que sentía en mi alma. Entonces, borracha y rodeada de recuerdos, tomé la decisión de retornar a Barcelona, mientras percibía una suave brisa con olor a eucaliptos que provenía de ese inmenso parque Avellaneda.

Viajé sola en ese avión y en poco más de doce horas había cruzado medio mundo y estaba cumpliendo los deseos de mi alma, que me había pedido a gritos volver. Quería reencontrarme con aquellos recuerdos que había dejado en el pasado y eso era lo que había decidido hacer en aquella noche de felicidad. Cuando desperté supe que había llegado y el corazón me palpitaba al aterrizar en la tierra que me había visto nacer hacía ya tanto tiempo. Me había preguntado tantas veces que diferente sería todo desde que me fui. Cómo estaría ahora mi casa, mi barrio, los amigos que había dejado, los vecinos que seguro ya casi no quedarían. Seguramente se habrían muerto o ya no se acordarían de mí.

Bajé del avión y me dirigí junto al resto del pasaje a recoger mi equipaje. ¿Que había sido de todo aquello? Con mi mente enfervorizada caminé hasta la parada de taxi, respirando una mezcla de alegría y misterio. De pronto, como un álbum de fotos, como un inventario del pasado, como una antología de figuras entrelazadas, comencé a percibir el palpitar inconfundible de mi ciudad natal. Me alojé en un hotel cerca del barrio donde habíamos vivido con mi familia, hasta que tuvimos que huir.

Me asombró cómo había cambiado todo, los edificios ya no eran los mismos y mi casa de dos plantas había desaparecido. En su lugar había un hotel moderno con grandes cristales, solo la panadería seguía inamovible a simple vista y percibí con placer el olor del pan recién hecho.Tenía un verdadero ataque de ansiedad y no lograba dominar mis ideas, todo se disolvía en medio de mi agitación. La necesidad de volver a verlo a él se apoyaba sobre mi conciencia, que la mantenía apretada con fuerza. ¿A dónde me conduciría ese regreso?

La mañana llegó y salí de la habitación del hotel cuidadosamente sin hacer el mínimo ruido. Lentamente y cautivada por el rocío del amanecer, dirigí mis pasos sin preocuparme más que por mis pensamiento en ese peregrino paseo. La noche había sido un gran alivio para mi desasosiego y como no había nadie, no tenía que esconder mi dolor de miradas y lástimas ajenas.

Estaba emocionada de estar allí después de tanto tiempo, porque los muros de piedra del recinto y las escaleras no habían cambiado. Estaban iguales de tristes y silenciosas, con las mismas flores sobre las lápidas y los mismos cipreses entre las tumbas. Allí descansaba aquel joven del que tuve que separarme, huyendo con mis padres hacia nuevos horizontes lejanos. Aquel escritor amado que supe que lo habían matado por boca del médico amigo de mi padre, en la misma consulta que me confirmó mi embarazo.

En esos momentos de recogimiento, buscaba recuperar una infinidad de sensaciones invisibles que incansablemente me rondaban. Quería reproducir en mi memoria, las situaciones y las circunstancias relacionadas con mi pasado, que estaban atrapadas en esa indefinida dimensión de tiempo, lejos de las limitadas fronteras de lo material.

Mi memoria permanecía intacta, recordaba cada detalle y cada momento de mi vida como si lo estuviera viviendo en ese instante. Mis recuerdos afloraban al exterior, mientras él me escuchaba en silencio, sin hacer la más leve interrupción. Le conté que iba a conocer a su hijo porque antes de partir le había confesado toda la verdad y él vendría a visitarlo con su nuera y sus dos hermosos nietitos. Y así seguí hablando, poniéndolo al día de todos los momentos de mi vida. Era completamente feliz, porque seguía perdurando en mí esa sensación de cariño y ese amor profundo en mi alma.

¿Era esa realidad, un conjunto de sueños? Porque en esos sueños volví a reunirme con mi amado en aquel parque de Barcelona. En esa cita habíamos vuelto a ser jóvenes y me asombraba al verme caminar del brazo de él después de tanto tiempo, eligiendo los caminos menos transitados. Me extrañó ver que apenas habían cambiado, como si el tiempo estuviera quieto y no corriera. Como si todos esos atardeceres a pesar de ser distintos, siguieran siendo los mismos.

Y en ese el anochecer, me sorprendí al ver a los árboles y a la luna permanecer inmóviles y respetuosos ante aquel sublime acto de amor que engendrara una vida envuelta en la poesía. Era como si el reloj sombrío que medía indiferente las horas tristes de mi existencia, se hubiera parado de felicidad para siempre.

 


Publicada Concurso de relatos de viaje.

Moleskin.es. España. Mayo 2009.

Incluido en el libro: Cuentos del Parque Avellaneda.

 

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