Era un joven escritor que siempre había abrigado en su subconsciente la convicción de que un día se casaría, pero no había hecho nunca nada para justificarla. Anduvo intimando con muchas mujeres y como le gustaba esa vida independiente, nunca había pensado hasta el momento en ninguna relación matrimonial. Esa falta de decisión despertaba cierto grado de impaciencia en su círculo hogareño rodeado de mujeres. Su madre y sus tres hermanas mayores solteras que vivían con él en la vieja casona familiar, contemplaban con desaprobación su falta de acercamiento al estado conyugal. De ese modo, hasta sus relaciones más inocentes eran vigiladas con atención.
Si bien la situación económica de la familia era buena, ellas estaban siempre inmersas en un aire aristocrático y buscaban consolidarla con un casamiento del varón de la familia con alguna chica del pueblo de muy buena posición. Pero el escritor era un varón indomable y había resistido durante mucho tiempo a esos anhelos y a esa persecución permanente. De adolescente, mientras estudiaba de periodista, había trabajado en la sección de críticas literarias del diario más importante de la localidad donde vivían. Luego comenzó también a escribir allí, ensayos, cuentos y poesías, mediante los cuales fue adquiriendo cierta notoriedad. Finalmente había logrado publicar su primera novela con bastante éxito y como ya tenía treinta y cinco años y había hecho un buen dinero, comenzó a pensar en encontrar una relación estable.
Fue entonces cuando aceptó a regañadientes aquella sugerencia de las mujeres que componían su ámbito familiar. La elección que ellas habían hecho, era la de una bella joven de una familia adinerada con un elevado nivel social. Para ello, las mujeres habían manejado y dirigido el acercamiento con habilidad y discreción, combinando una reunión entre las familias en la casa de ella, para tomar el tradicional té de las cinco de la tarde. Obviamente, el inicio de las relaciones sentimentales la tenía que efectuar él en persona y entonces, la debía invitar al cine después del té para ver un estreno, para lo cual ya habían sacado previamente las entradas.
Cuando llegó el día en que se celebraría de la reunión él tenía que ir más temprano al dentista, decidió concurrir a la casa de la chica directamente desde allí, en forma separada de su familia. Luego de ser atendido, se dirigió caminando por ese barrio residencial hacia la mansión de ella para celebrar esa reunión familiar tan bien organizada. De pronto sus reflexiones fueron interrumpidas por la campanada del un reloj de una iglesia al dar la media hora. Eran las cuatro y media de la tarde. Frunció el entrecejo en señal de disgusto, porque llegaría caminando a la mansión de la familia de ella justamente a la hora precisa del té.
Entonces imaginó aquel ritual aristocrático, donde las mujeres estarían sentadas esperándolo frente a una mesa tendida con una variedad de teteras de plata, la azucarera, con las delicadas tacitas y platitos de porcelana. Luego le preguntarían si le gustaba el té más fuerte o más claro, poniéndole agua caliente a gusto y le acercarían la azucarera y el platito con la porción de torta. Siempre lo mismo, siempre esa misma rutina que su familia realizaba religiosamente en la vieja casona donde vivían.
Él realmente detestaba toda esa forma de vida aristocrática, simbolizada por aquella ceremonia del té de la cinco de la tarde, aunque nunca le había expresado su opinión sobre ese tema a su madre, porque era seguro que ella se ofendería. Ella y sus hermanas estaban acostumbradas a disfrutar de la hora del té, acompañadas de las deliciosas tortas, detrás de esos primorosos objetos de plata y porcelana. Allí comentaban todas las novedades y vicisitudes del día. Él raras veces participaba, porque además, no le interesaba para nada todo ese chusmerío del pueblo entre las mujeres.
Y fue así como, mientras se dirigía a la reunión para enfrentarse a esa ceremonia del té, pasó por una tienda de libros donde se exponían muchos ejemplares tradicionales y otros de gran actualidad. Comenzó pacientemente a recorrer con su vista los pupitres, cuando reconoció a la hermosa vendedora que atendía el negocio. Era nada menos que una compañera de la secundaria que no había visto desde aquel tiempo de estudio, durante el cual habían sentido un mutuo afecto.
La muchacha se ganaba la vida de empleada vendiendo libros. Luego de saludarla y conversar animadamente recordando aquellos tiempos de estudiantes, ella lo invitó a pasar a un amplio cuarto que había en el fondo, que parecía servir de depósito y una cocina que estaba muy limpia. Él aceptó complacido la invitación porque de esa manera llegaría después de la hora del té a aquella reunión, cuando la última pieza de porcelana ya hubiese sido levantada. Pensó en excusarse, achacándole al dentista toda la culpa del atraso.
― Me estaba preparando un pequeño bocado, hay caviar en el pote que tenés a tu lado. Empezá con ese pan tostado con manteca, mientras corto un poco más. Buscate una taza para el té y la tetera, que está detrás tuyo. Y ahora contame todas tus cosas ―, le dijo ella muy amable y sonriente, mientras ambos se sentaban cómodamente en una mesa. Mientras charlaban, ella cortó el pan con destreza y sacó rodajas de limón para el té. Fue entonces que el joven escritor descubrió que estaba realmente disfrutando de un excelente té informal en su compañía, totalmente diferente de aquellos cánones rutinarios y tradicionales de su familia.
― He vendido varios ejemplares de tu novela, que por supuesto he leído y me ha parecido muy buena. Decime que libro has venido a comprar, porque con el éxito que has tenido, seguramente se te ha ocurrido celebrar el suceso comprándoles algunas series amorosas a tus hermanas solteras ―, le dijo ella con una sonrisa pícara y burlona.
― La verdad es que no vine a comprar libros. En realidad, no creo haber entrado al negocio por nada especial. Pasaba por aquí y se me ocurrió mirar los pupitres y luego te reconocí. Sin embargo, ahora que hemos estado conversando tanto, me ha venido a la cabeza una idea bastante importante. Si te olvidas de los libros por un momento y me prestás atención, te lo cuento ―, le contestó el joven escritor.
Entonces, le confesó todo lo que le estaba sucediendo últimamente con lujo de detalles y finalmente, mientras desconectaba su celular, le dijo que si ella aceptaba, no iría a esa reunión. Y al llegar la hora de cerrar el negocio, ambos se fueron de allí directamente al cine con las entradas que él tenía, para ver esa película que se estrenaba.
Cuando llegó a su casa a la noche, las cara de su madre y sus hermanas eran terribles, dado que las había dejado plantadas, sin siquiera avisarles, en aquella reunión que con tanto esmero habían pergeñado. Y eso no fue todo. Quedaron petrificadas cuando el escritor les dijo que ya había hecho la elección y que su novia era la dueña de la librería que había sido compañera de la secundaria. La precipitada y romántica decisión, luego de aquella aventura, fue criticada duramente por esas mujeres que lo rodeaban en su vida.
Le costó bastante tiempo al joven tener que justificar ante su familia el entusiasmo por aquella chica, que no era una mujer de la sociedad como ellas pretendían. Les dijo que le bastaba con sus ingresos como escritor y que no necesitaban hacer un casamiento de conveniencia. Ellas sabían que era una buena chica, porque también la habían conocido en aquel entonces durante los estudios del joven. Luego de demostrar tanta convicción e insistencia, finalmente su familia la aceptó, y ante su sorpresa, las mujeres congeniaron de muy buenas maneras.
Durante ese corto noviazgo siempre la invitaban los domingos a las cinco de la tarde a tomar el té con ellas y se hicieron grandes amigas. A sugerencia de su madre y a fin de concretar el casamiento, el escritor con el dinero que tenía, construyó con el consentimiento de su novia un dormitorio y un baño en la azotea de la vieja casona en que vivían, compartiendo la sala de estar y la cocina con su familia. Luego de concluida la ampliación, finalmente se casaron y ella dejó de trabajar en la librería.
Una tarde de verano, pasada ya la luna de miel y transcurrido algún tiempo de vivir juntos en la casona, el escritor volvió de trabajar del diario como todos los días, alrededor de las cinco de la tarde. En el salón de la casa, su mujer estaba sentada en la mesa con su madre y sus tres hermanas, quienes lo recibieron como siempre, rodeadas de exquisitas porcelanas y de lustrosas platas. Al tiempo que él se sentaba, su esposa le tendió una taza de té y le preguntó con una voz amorosa:
― Te gusta el té un poquito más claro, ¿verdad? Le pongo un poco de agua caliente. Aquí tienes la azucarera y el platito con la porción de torta. Y entonces, el varón domado se sentó dócilmente en la mesa y se quedó tomando el té con todas ellas, mientras comentaban alegremente las novedades del pueblo en ese día.
Mención de honor 78 Concurso de Narrativa. Cumbre de Letras.
Instituto Cultural Latinoamericano. Junín. Buenos Aires. Argentina. Junio 2022.
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