Dios quiso que la tierra natal
nunca se pueda olvidar.
Dios todopoderoso:
¡Que dolorosa es tu voluntad!
Mi abuelo fue uno de los tantos inmigrantes italianos en la Argentina que a mediados del siglo pasado trazaron una nueva biografía lejos de los suyos. Fue en el momento de arribar y pisar tierra firme, donde para ellos comenzó a escribirse otra historia. Al cobijo de la nostalgia por lo que quedaba atrás, sintieron la necesidad de seguir adelante, de endurecerse y trabajar con ahínco.
Mi abuelo, como sus compatriotas, en los momentos de soledad siempre se acordaba de aquel pueblito pintoresco con vista al mar y la caída de la tarde con la puesta de sol, así como sus amigos, canciones, poemas y bailes populares. Pero también se acordaba de lo malo que quería olvidar, aunque bien sabía que nunca lo podría olvidar: la guerra, las muertes, las persecuciones y la miseria.
Si bien muchos de los inmigrantes que llegaron a la Argentina pensaron al principio que no se quedarían para siempre, la mayoría de ellos con el paso del tiempo decidieron establecerse definitivamente por voluntad propia. Por el bienestar de sus hijos, quisieron que estudien y se adapten a las costumbres del nuevo lugar, y prefirieron no transmitirles esos sentimientos de añoranza.
Se esforzaron para que sus hijos amen al nuevo suelo, pero aunque el tiempo transcurriera, a ellos siempre les quedarían los recuerdos de todo aquello que había sido su tierra natal. Y así fue, que envuelto en el avance de la técnica, con la aparición de la radio, la heladera, el lavarropas y la televisión, transcurrió la vida esforzada de mi abuelo criando a mis padres en esta nueva tierra.
En mi adolescencia, yo vivía con mis padres en la vieja casa que mi abuelo construyó en Buenos Aires y me había quedado grabado para siempre aquella noche cuando un día lo vi postrado y enfermo. El abuelo se sentía muy débil, sus fuerzas lo habían abandonado y parecía como si su alma estuviese por partir, dejando solo un cuerpo moribundo.
Cuando se dio cuenta que moría, me tomó de la mano y me sugirió con muy pocas fuerzas que algún día fuera hasta su pueblo de Monterosso al Mare. Me pidió que visitara las playas donde conoció a mi abuela, que era un lugar muy hermoso. Me dijo que allí encontraría a su alma, reposando sobre la línea azul del horizonte del mar.
Y luego, sumergido en los dominios de esas fantasías, aquellos paisajes donde el mar suspiraba y las olas se deslizaban cantando sobre las arenas, lo habían trasladado lejos, muy lejos, proyectando sobre su cuerpo los rayos sombríos de la muerte. Sin embargo, en ese entonces, y por más que lo intentaba, mi espíritu de adolescente no lograba comprender aquellos sentimientos nostálgicos de mi abuelo.
En el inicio de este siglo, hacía ya unos años que me había casado con una chica argentina también descendiente de inmigrantes italianos. En ese entonces, contando ambos con la nacionalidad italiana, pensamos que no nos quedaba otra alternativa mejor que emigrar a Italia con nuestro pequeño hijo, en busca de horizontes más benévolos. La situación económica argentina a fines del siglo pasado para nosotros era terminal, porque no conseguíamos trabajo y no había perspectivas de progreso alguno. Por ello, habíamos resuelto que nuestro segundo hijo que ya estaba por venir, naciera en Italia. Finalmente dejamos atrás Buenos Aires, para escapar de un sistema económico que nos aplastaba y no nos dejaba avanzar en la vida.
Mi abuelo vivió en el pueblo de Monterosso al Mare, que es bellísimo y es uno de los cinco pueblos que conforman el Parque Nacional en la costa del mar de la Liguria, a unos pocos kilómetros de Genova. Nos radicamos allí, en una pintoresca residencia que nos facilitaron unos familiares conocidos, que se habían alojado en nuestra casa cuando visitaron Buenos Aires.
Tuve mucha suerte y logré conseguir trabajo rápidamente en una empresa de pintura de obras y luego de un tiempo de estar radicados, nació nuestro segundo hijo. De todas maneras, en los primeros momentos no todo fue color de rosa porque tuvimos que adaptarnos. Nuestro mayor problema fue sin lugar a dudas extrañar a los nuestros, porque sentíamos que ya no teníamos los afectos de la familia y los amigos.
Habíamos cambiado de país, de idioma y de aires y mientras el tiempo transcurría, recordábamos los asados familiares, los partidos de truco, los tangos y juntarnos a tomar mate con gente que nos tratara de vos y nos digan “che”. Pero también recordábamos lo malo que queríamos olvidar, aunque bien sabíamos que nunca lo podríamos olvidar: la sangrienta dictadura militar con los miles de desaparecidos, la inútil guerra de las Malvinas. Y luego, en democracia, la corrupción y la destrucción de la función del Estado como tal, que había llevado al país al desempleo y la miseria.
Para aplacar esos sentimientos, el mate y el asado nos sirvieron de excusa para juntarnos con otros argentinos que vivían en el lugar. También nos aferrábamos a Internet, como nexo para mantenernos cerca de nuestros seres queridos, escuchar las radios y leer los diarios de siempre.
Fue a los pocos días de arribar al pueblo de mi abuelo, cuando al visitar las playas del mar, ya había comprendido realmente el dolor que la nostalgia implicaba. Al llegar, me quedé mirando durante un buen rato la línea azul del horizonte del mar, sobre la que estaría reposando el alma de mi abuelo, tal como me lo había dicho antes de morir.
De pronto y como en un ensueño, el viento me trajo un recuerdo de mi adolescencia cuando recorríamos con mi abuelo las costas Argentinas. De golpe se había quedado paralizado mirando el horizonte del mar con los ojos llorosos, recordando a su pueblo natal, lo que para mí, que en aquel entonces era un adolescente que no entendía nada, me pareció una fantasía ridícula y sin sentido alguno.
Pero ahora en ese mismo instante, como si viajara por el universo, como si durmiera y estuviera soñando, sentí que yo también tenía muchas ganas de llorar y recién allí pude valorar en toda su magnitud aquel sentimiento de añoranza de mi abuelo. Porque en esos momentos, era yo, que inmerso en ese misterioso devenir del tiempo, sentía que nunca podría olvidar a mi tierra natal, mientras con los ojos humedecidos mirando la línea azul del horizonte, recordaba a mi querido Buenos Aires, frente a la vastedad de ese mar infinito.
Relato ganador del V Concurso Literario
Incluido en el libro “Historia de Inmigrantes italianos”
Sociedad Italiana de San Pedro. Buenos Aires, Argentina. Julio 2014.
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