martes, 25 de agosto de 2020

El último pasajero

Era un hombre todavía joven, alto y delgado, que tenía un carácter tímido y muy retraído. Siempre estaba serio y en raros casos se reía y era tan introvertido que a veces ni siquiera contestaba y permanecía callado como una piedra. Había permanecido aferrado a ese pequeño pueblo campesino desde que nació porque tenía cierta aprensión a partir. Ya desde su juventud, lentamente la pobreza todo lo había invadido y no pasaba un día que alguien decidiera marcharse.
Su único amigo de la infancia hacía ya algunos años que había decidido irse en busca de nuevos horizontes y él se quedó en ese pueblo, porque en aquel entonces había muerto su padre y alguien debería cuidar a su madre. Así, como los otros, su amigo tomó el tren que era el único medio de transporte que disponían en el lugar, prometiendo regresar algún día. Pero nunca lo haría y ni siquiera las cartas recordaron el camino de vuelta.
En ese entorno de miseria en que vivía en el pueblo, como al poco tiempo falleció su madre no tenía posibilidades de evitar su soledad y ya no tenía excusa para irse, porque incluso jamás encontraría una mujer que lo acompañara en la vida, sencillamente porque allí no había ninguna que pudiera satisfacerle. Pero todo cambió cuando conoció el amor de aquella niña que repentinamente se había transformado en una hermosa mujer de grandes ojos verdes y encontró la pasión en aquellos encuentros en el campo, donde bajo el sol de primavera besaba sus labios carnosos y contemplándola silenciosamente, acariciaba aquellos rizados cabellos castaños como preludio de un éxtasis ya próximo.
Esos encuentros amorosos duraron solo un tiempo, un soplo de un período lleno de felicidad, que tuvieron un abrupto final cuando ella se marchó acompañando a su madre a internarse en un Hospital de la Capital. Pero él decidió seguir atado firmemente a ese pueblo y no tuvo el valor de acompañarla en aquel viaje como ella tanto le había rogado, pensando que retornaría una vez que la madre se restableciera.
El tiempo pasó y ella nunca volvió. Esperó alguna carta, pero jamás llegó ninguna y el dolor fue erosionando su mente hasta formar parte de su ser. Un día llegó una carta de la Capital y a él le dio un vuelco el corazón porque pensó que era de ella, pero era de su amigo de la infancia. Permaneció un instante mirando la carta sin atreverse a rasgar el sobre con cierto temor por la noticia que contendría.
Sin embargo cuando la abrió eran buenas nuevas. Su amigo lo invitaba a una Iglesia de la Capital donde se celebraría su casamiento con una chica de ese pueblo que ambos conocían cuando era niña y junto con la invitación le mandaba una foto. Al ver esa imagen donde la chica estaba abrazada a su amigo, lo encandilaron aquellos ojos verdes, acompañado de su amplia sonrisa, porque la novia no era otra que aquella de los cabellos castaños rizados.
Se quedó allí paralizado mirando la foto durante un largo tiempo. Ella estaba tan hermosa y cuanto más la observaba, más se le estrujaba el corazón, pensando que su amigo al haberle mandado esa foto debería desconocer aquella relación pasional que tuvo con ella. Durante unos días sufrió un estado de abatimiento y de depresión como nunca había tenido. Pero como deseaba volver a verla, aunque solo fuera por unos instantes, finalmente, decidió por fin sobreponerse a esos escrúpulos que siempre tuvo para viajar y decidió concurrir a la celebración del casamiento.
El azar quiso que debiera viajar en el último tren en servicio que partía de la estación, porque la Compañía ferroviaria recientemente privatizada, había decidido levantar el ramal debido al escaso tráfico de pasajeros y carga de ese pueblo, que no lo hacía para nada rentable. Ese último tren regresaría al pueblo al día siguiente y luego la nada.
―“¿Y si no vuelvo en ese tren?” ―, se preguntaba atemorizado. La situación se complicaría porque debería viajar en autobús al pueblo más cercano y allí conseguir que algún automóvil de alquiler se atreviese a llevarlo a su pequeño pueblo por esos caminos de tierra, que eran prácticamente intransitables y completamente inaccesibles en caso de lluvia.
Subió al vagón y se ubicó acomodándose junto a la ventanilla. Luego de partir, el viejo tren traqueteaba sin cesar circulando por esas vías casi sin mantenimiento desde hacía muchos años, y para él que nunca había viajado en su vida, era una experiencia nueva. El traje, la camisa y la corbata que llevaba estaban casi sin estrenar y eran de su finado padre y los zapatos los había tenido guardados desde hacía bastante tiempo y ahora le quedaban algo ajustados.
Mientras miraba por la ventanilla, movía instintivamente su mano de cuando en cuando, hacia el bolsillo interno de su saco donde estaba la carta con la invitación de su amigo. El paisaje estaba rodeado de nostalgia, mientras veía como los campos que tanto él conocía iban desapareciendo y aparecían otros campos, otras casas, otras gentes y otros pueblos. Pensaba que su amigo debió sentir dolor cuando se marchó en su juventud al encontrarse indefenso ante el incierto futuro.
A llegar a la estación de la Capital había una muchedumbre amontonada en los andenes y buscó la salida, entre un tropel de gente que iban y venían como potros enfurecidos alzando sus cabezas al aire. Mientras los altavoces lo aturdían anunciando la salida de otros trenes, prácticamente arrastrado en medio de ese caos, llegó hasta la parada de taxis. Bastante sofocado, le dio la dirección al chófer, que asintió mirándolo entre curioso y divertido. Al anochecer llegaron a la Iglesia que era bastante pintoresca y estaba ubicada en una calle empedrada frente a un inmenso parque, rodeado de una brisa con olor a eucaliptos.
La ceremonia ya había comenzado y se instaló en un banco de un rincón apartado, observando como el cura les confería a la pareja el sagrado sacramento del matrimonio, el juramento de fidelidad, la entrega de los anillos y el beso de los novios. De pronto, se sintió completamente solo en esa Iglesia, e invadido por una angustia infinita, tuvo unas inmensas ganas de llorar y sin poderse contener, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.
Cuando concluyó la ceremonia, los novios salieron lentamente tomados de la mano y fueron al patio a saludar a los invitados y al ir allí, los divisó eufóricos y rodeados de gente. Cuando se acercó expectante, su amigo lo reconoció de inmediato cuando lo vio y se abrazaron como si en ese abrazo fraternal trataran de recuperar todo el tiempo que estuvieron separados.
Cuando la novia hizo su aparición a sus espaldas, su amigo mirándola tiernamente se lo presentó diciéndole si se acordaba de él y entonces cuando giró su cuerpo, lo encandilaron aquellos enormes ojos verdes, con su sonrisa amplia y su pelo rizado castaño. Se quedó mudo observándola embelesado y fue ella la que adelantándose le dio un beso, diciéndole que se alegraba de verlo. Estaba tan hermosa con ese vestido de novia, que con el alma dolida se le paralizó el corazón.
En aquel momento comprendió la condena que debía cumplir por no haber tomado la determinación de partir con ella. Que siempre estaría atado a aquellas casas que se caían a pedazos, a aquellas calles solitarias y a esos campos que no daban ya para vivir. Que debería subsistir en ese pueblo de viejos que estaba a punto de quedar incomunicado con el mundo, donde la vida y el amor se irían marchitando sin esperanzas.
De pronto, se sobresaltó en sus pensamientos cuando oyó que su amigo lo estaba invitando con una sonrisa, entregándole una tarjeta para concurrir a la fiesta en un salón cercano. Cuando los novios se retiraron y todo terminó, salió de la Iglesia frente a ese enorme parque con su mente perdida en la incertidumbre de su vida. Pero de ninguna manera concurriría a esa fiesta, porque había decidido huir de allí y regresaría en el último tren que partiría hacia su pueblo a la mañana siguiente.
Y entonces, se dirigió caminando lentamente en la noche hasta la estación por las calles de la Ciudad, preguntando y preguntando, hasta que descansando en un banco de una plaza percibió a lo lejos unas negras nubes que relampagueaban ante sus ojos. Así fue que apurando el paso, llegó finalmente a la estación cuando caían las primeras gotas de agua de lluvia.
Esperó dormitando en un banco de la estación y por la mañana subió al último tren que lo llevaría de regreso. Cuando ese tren arribó en el atardecer a la estación de su pueblo había quedado solo en el vagón. En el andén unas pocas personas estaban reunidas para protestar por ese acontecimiento, que los dejaría librados a su suerte y aislados del mundo. La estación desde ahora sería como alguna de esas casas abandonadas, donde ya solo el olvido penetraría en ese andén vacío.
Permanecían de pie viendo entrar a ese tren que arrastraba un solo vagón. Cuando el tren se detuvo y lo vieron descender como el último pasajero que había viajado, quedaron sorprendidos, porque hacía muchísimo tiempo que no ocurría que alguien retornara al pueblo tan rápidamente. Respondió a los saludos, afirmando que todo había ido bien en la Capital, que se había divertido en la fiesta de casamiento y luego les dijo que estaba agotado y que prefería ir a descansar a su casa.
Esa soledad, a la cual en parte su mente la buscó con cobardía, esa soledad perdía ahora todo equívoco e iba alcanzar su punto extremo. La fría oscuridad del dormitorio lo oprimía y la incitación de eliminar esa angustia que martirizaba su espíritu se acrecentaba cada vez más y más, hasta que finalmente tomó una decisión terminal e irreversible. Sentado en la cama, el espejo de la cómoda fue reflejando el brillo del arma en el lento movimiento de ascenso de su mano, el lento apoyo del arma en su sien... y al fin, resueltamente, apretó el gatillo.
No sintió dolor, ni hubo tiempo para eso, un suspiro con una leve exclamación fueron suficiente. Fue así como la providencia haría que el destino del último tren y del último pasajero de ese pueblo se unificara en un triste final. Y en esa habitación en penumbras, lo mismo que en el andén de aquella vieja estación de tren, quedaban tan solo el frío, la soledad y el silencio.




 
 
 
 
Premiado Categoría Relatos de viajes.
XV Concurso de Relatos de Viaje y Desarrollo Sostenible . 
Publicado en el libro: ¡París! ¡París!¡París!
Moleskin. España. Agosto 2020.

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