Era un día muy frío de lluvia torrencial y estaba citada por la jueza con todos los gastos pagos. Un hombre rubio, como la mayoría de ese país, estaba esperándome en la recepción. Fue al entrar a la sala de espera cuando de pronto vi a mi hija, con su tez y pelo oscuro.
Ella no sabía que yo era su madre. Se me acercó rápidamente y con sus pequeños dedos tocó mi vestido y me preguntó quien era, con palabras extrañas. “¡Que bonita era la niña!”, pensaba mientras la escuchaba. No supe que contestarle, porque mis palabras le sonarían raras. Ella ignoró mi silencio y siguió jugando con su muñeca.
Con un nudo en la garganta entré al despacho y ellos estaban allí. Mientras firmaba ante la jueza tuve que hacer un enorme esfuerzo para no llorar. Después de todos estos años podría haber sido una buena madre, en un país sin guerras fratricidas, envuelto en el hambre y la miseria.
Ellos tenían mucho dinero. Se abrazaron como la dulce pareja de enamorados que eran y estaba segura que mi hija sería muy feliz con ellos. No pude decir nada y me retiré inmediatamente. Luego de saludar con un gesto al recepcionista, vi a la niña por última vez. Ella me miró al pasar, mientras seguía jugando con su muñeca y yo estaba tan angustiada que ni pude sonreírle.
Cuando salí a la calle a buscar un taxi que me llevaría al aeropuerto, mis lágrimas fueron arrastradas por las heladas gotas de lluvia, que se clavaban en mi frente como filosas espinas.
Incluido en el libro Bajo la lluvia.
Creatividad Literaria. España. Mayo 2022.
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