La primera vez que tuve un resquemor con mi padre fue cuando solo tenía trece años. Caminábamos por el parque del pueblo, alumbrados por la tibieza de los rayos del sol, que atravesaban el follaje florido en esa hermosa primavera. De pronto, mi padre les dirigió una sonrisa compradora a dos hermosas muchachas. Estaban sentadas sobre el verde césped que habían cortado recientemente, abriendo una caja que contenía chocolates.
Y fue allí, cuando me quedaron grabadas para siempre las palabras que les dijo mi padre:
― Preciosas, si me dan a probar alguno de esos chocolates, seguro que me las como con ellos.
― ¿Tú solito nos vas a comer? ―, le preguntó sonriendo la más joven y bonita de ellas.
― Si, pero primero para probar el chocolate, tengo un pequeño macho ayudante ―, le respondió mi padre, señalándome alegremente.
Mientras escuchaba las sonoras carcajadas, completamente avergonzado, me puse colorado como un tomate. Entonces, la hermosa muchacha que le había hablado se me acercó. En ese momento, pude percibir, envuelto en el agradable aroma de ese césped recién cortado, que me invadía una extraña sensación de sensualidad. Sentí su cálida respiración y el roce excitante de su piel suave y tibia, mientras me deslizaba dulcemente en mi mano la tableta de chocolate. Luego, con una sonrisa socarrona, le dijo a mi padre que su pequeño macho ayudante ya podía empezar a probarlo.
El recuerdo de esas mujeres tentadoras, que le sonreían a mi padre llenas de picardía, quedó fijada en mi subconsciente desde mi infancia. Cuando ya había caminado unos pasos, mi padre me susurró al oído mientras yo saboreaba el delicioso chocolate, que esas mujeres no eran de nuestro pueblo y seguramente venían de la Ciudad. Entonces, me pidió que siguiera solo el trayecto a casa, porque les tenía que preguntar algo. Luego, sonriendo y con un guiño, me dijo que no le comentara nada a mi madre, haciéndome de esa manera cómplice y partícipe silencioso de su infidelidad.
Mi madre falleció unos meses después y a partir de allí , la presencia de mi padre convirtió el tiempo de mi adolescencia en una región en penumbras, donde crecí como un ser insignificante en la casa de mis abuelos maternos. Aquel hombre era el macho dominante de voz firme y viril, que con su paso decidido llenaba todos los espacios con su rostro varonil, su cuerpo atlético y su aspecto imponente. Por el contrario, yo era un niño retraído y sin amigos, que hablaba poco, con voz insegura y con una actitud introvertida.
Con mi padre en general no hablaba y mi timidez era tan grande, que el solo hecho de pensar que me llegara a preguntar algo sobre mi personalidad, me sumía en un pozo de turbación. Era como si cualquier inocente pregunta que me hiciera, fuera en realidad un ataque premeditado y alevoso a mis sentimientos.
Fue al cumplir los dieciocho años y ya cursando el último año de los estudios secundarios, cuando un verano en la piscina, me dijo que me presentaría a una chica. Era hija de un industrial que recién se había instalado en el pueblo. De esa forma, mi padre, con su natural simpatía, entabló amistad rápidamente con los progenitores de la muchacha. Y finalmente cumplió con su propósito de llevarme a ese nuevo destino, como si fuera un jinete montado sobre un indómito corcel, donde yo nada podía hacer.
Nadie era tan hermosa, tenía senos tan prominentes y nadaba como ella. Cuando mi padre me la presentó, era unos meses menor que yo y aún no había tenido tiempo para hacer amistades en el pueblo. La primera noche que salí con ella, tuve que escuchar de su boca lo apuesto que era mi padre, lo joven que se mantenía y la plasticidad de su cuerpo cuando saltaba desde el trampolín. Allí comprendí que a falta de otras virtudes, mi paciencia era bastante flexible y resistente, como para que pudiera ser capaz de soportar todo aquello.
Luego seguimos saliendo, porque los hechos llegaban a mi vida por la senda señalada por mi padre y yo prefería aceptarlas, dado que me sentía incapaz de rebelarme. Ella era una muchacha arrogante y extrovertida y yo le atraía, aunque era su antítesis, porque le despertaba una especie de instinto protector maternal.
Para rematarlo, ella me consiguió un puesto administrativo en la industria de su padre, que me llevó a postergar indefinidamente el inicio de mis estudios universitarios, aceptando con mi actitud pasiva el papel protagónico de novio. En realidad la mujer que yo necesitaba debía ser aquella con el carácter de mi madre, que antes que falleciera me ayudaba a cultivar con delicadeza esa parte de mis sentimientos que me sentía obligado a esconder ante los ojos de los demás.
Fue en esos momentos de noviazgo que repentinamente dejé de ver a mi padre. Aparentemente fue amenazado de muerte por unos mafiosos, debido a algunos negocios turbios que había realizado. Desapareció del pueblo y nunca se despidió de mí y tampoco volvió a comunicarse conmigo. Lo único que supe de él era que se había escapado para ocultarse en la Ciudad. Muy pronto agradecí a la providencia por ese distanciamiento y encontré un refugio casándome con aquella muchacha. Ello fue mi coartada perfecta para poder permanecer todo el tiempo en un intrascendente segundo plano, con el trabajo rutinario en la oficina de su padre.
Fue después de unos años cuando recibí la noticia de la muerte de mi padre en un accidente automovilístico junto a su pareja. Tenía que concurrir a hacer los trámites legales en el cementerio de la Ciudad, porque su cadáver iba a ser cremado. Cuando viajaba con mi coche por la ruta, el aroma de los campos sembrados en primavera, me parecía como el del verde césped cuando transitaba con mi padre por el parque del pueblo. Y repentinamente, pensé en mi madre, quien había sido siempre una sombra, incapaz de defenderse frente a la presencia desbordante de mi padre. Había sufrido mucho por sus continuas infidelidades y estaba seguro que todas esas penas la habían conducido a esa muerte prematura.
A media mañana llegué al crematorio del cementerio de la Ciudad. Al entrar al gran salón, sobre un par de carritos metálicos con ruedas estaban los dos ataúdes. Alguien los conducía al horno para incinerarlos. Los seguí con la vista hasta que una puerta metálica se interpuso lentamente delante de mis ojos. Fue justo en ese momento que escuché que alguien me llamaba por mi nombre.
Era el hijo de la pareja de mi padre que me había avisado del accidente y que se había encargado de resolver toda la burocracia de los trámites policiales y funerarios. Aparentemente tenía mi edad, y estaba elegantemente vestido. Por debajo de sus cejas se abría paso a una mirada despierta y simpática, y su modo de hablar transmitía al mismo tiempo una sensación de amparo y dulzura.
Finiquitados los trámites y depositados los cofres con las cenizas en un nicho del cementerio, pasamos lo poco que quedaba de la mañana conversando en un café aledaño. Allí me contó que había conocido a mi padre y que seguramente, para haber hecho pareja con su madre, se deberían haber respetado mutuamente, porque eran dos almas dominantes y avasalladoras.
Había algo en él que me inspiraba confianza y creaba a mi alrededor una extraña atmósfera, que solo encontré de pequeño en el cariño de mi madre. Luego decidimos ir a almorzar al centro de la Ciudad y fue en aquellas inesperadas circunstancias, que me encontré disfrutando de la primera compañía que comenzaba a resultarme agradable desde hacía muchos años.
Terminada la comida continuamos bebiendo de sobremesa y conversando largo tiempo. Me contó que era soltero y trabajaba como piloto en una línea de aviación y que su padre los había abandonado al nacer y nunca lo había conocido. Como su madre siempre viajaba, había sufrido muchísimo porque nunca lo había escuchado y siempre estuvo distante.
En aquella tarde, el vino y su manera amable de hablar, me proporcionaban una sensación de paz y camaradería. Y entonces, me encontré de pronto encerrado con él, tripulando confiado la cabina de mando de su avión y le confesé que no amaba a mi mujer. Con ella nunca había logrado placer y que realmente me era muy difícil tener que soportarla. El avión seguía suavemente su camino llevándome muy lejos, como si se dirigiera hacia otro horizonte distinto de mi vida.
Cuando entramos en la casa donde habían convivido nuestros respectivos padres en los últimos años, nos quedamos en silencio de repente. Sentíamos que en ese lugar ahora éramos dos almas solitarias. Nos miramos fijamente con los ojos humedecidos durante unos segundos y luego, al unísono, nos sentamos compungidos sobre el sofá.
Al acercar su cara a la de él fui sintiendo su candor, sabía que era peligroso,pero no pude parar porque me sentía hechizado. Besé sus labios y al sentirme retribuido por el roce húmedo y tembloroso de su lengua, me pareció como si viajara plácidamente en aquel avión entre las nubes del cielo. Era como si durmiera y estuviese soñando. Podría pasar todos los minutos, todas las horas y todos los días de mi vida sintiendo ese cariño. Era una necesidad que me había invadido repentinamente como una adicción irresistible y que se había revelado en mí con toda su crudeza.
Sin embargo, cuando comencé a percibir el roce excitante de la piel suave y cálida de aquella mano que me acariciaba, me sobresalté con un estremecimiento agudo. Fue al distinguir la imagen de mi padre, que me estaba mirando desde un retrato, encerrado en la poca luminosidad de aquellas paredes grises. Pero en ese mismo instante, en ese atardecer de primavera, se filtró mágicamente en la habitación un rayo de sol, como buscando purificar toda culpa bajo su luz piadosa y cegadora. Y en ese retrato, junto a la figura luminosa de aquel hombre de sonrisa compradora, pude reconocer el rostro de la mujer que lo acompañaba.
Esa mujer no era otra que aquella bellísima muchacha que había conocido en mi niñez, mientras caminábamos con mi padre por el parque del pueblo. Pero ahora aquella escena mi mente la enfocaba bajo otra lente distinta, mientras me remontaba nuevamente en un tiempo que no era tiempo, hacia aquel atardecer de primavera.
Y fue en ese momento que milagrosamente volví a percibir un dulce sabor a chocolate en mi paladar, con aquella ingenua sensualidad de mi infancia, envuelta en la fragancia del césped recién cortado. Entonces, sentí por primera vez que irremediablemente mi alma era libre, majestuosamente libre y sin cadenas. Y ya sin inhibiciones en mi vida, me sumergí en el excitante mundo del placer.
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