Luego de
pasar varios años en un reformatorio en una escuela religiosa, ella
se dirigió de regreso a su casa natal. Liberada
ya del peso de aquel suceso ocurrido en un período oscuro de su
niñez, con su mente en paz y despojada de aquellos pensamientos que
la acosaban, ella trataría de la mejor manera posible de enfrentar
el futuro después de la muerte de sus padres. Al llegar, vio a su
tía que estaba esperando su arribo parada en la vereda, frente a la
puerta de calle.
― “¿Que
había sido de todo aquello?” ―, pensaba, mientras escuchaba a su
tía hablar y hablar, después de besarla y abrazarla efusivamente.
Estaba cayendo la tarde y al ver el sol acariciando
el follaje de los árboles, la imagen de su casa arrancaba de su alma
muchísimos recuerdos, aunque algunas cosas habían cambiado. Su tía,
le dijo que de golpe surgieron como de la nada camiones y máquinas
de la Municipalidad y en menos de una semana asfaltaron la calle.
Habían
construido una hermosa vereda de baldosas que abarcaba toda la
cuadra, donde unos
niños jugaban, correteaban y gritaban como cuando ella era pequeña.
Su
padre nunca había querido hacer la vereda porque decía que con la
calle de tierra no hacía falta, porque si llovía se llenaría de
barro.
Recordaba
de su infancia algunos instantes de felicidad que nunca el tiempo
llegaría a borrar. Por
aquella calle polvorienta, el camión regador siempre aparecía en el
verano por las tardes y todos los chicos lo corrían alegremente por
detrás, hasta llegar a los adoquines de la calle que daba al parque.
Y también algunos de tristeza, cuando se hacía tarde y su madre la
llamaba para la cena, siempre envuelta en la agresividad de su padre,
que exhalaba los vapores del vino barato que bebía.
En aquel tiempo, como vivían
en la indigencia y con muy poco dinero, ella no podía tener ningún
juguete. Como estaba prácticamente sola porque su madre se la pasaba
cosiendo en su casa, salía a la calle vestida de varón buscando
entretenerse. Frente mismo a su casa se formaba el centro de reunión
de los chicos del barrio. Fue en esa calle de tierra donde los chicos
mataban a patadas a los sapos que aparecían después de los días de
lluvia, o corrían espantando a los gatos del vecindario.
Su tía que era la hermana de
su padre, a pesar de su edad avanzada estaba bastante fuerte aún.
Enviudó muy joven y desde entonces, había pasado la vida sola, con
el espíritu lleno de pensamientos grises, como de un paisaje de
otoño. Cuando murió su padre de un repentino infarto, su tía se
trasladó a vivir en esa casa y eso en cierta medida le había
cambiado el ritmo triste de su vida, enclaustrada en un departamento.
Le pidió
cordialmente que entrara en la casa y le dijo que ya tenía preparada
la misma habitación de cuando ella era niña. Recordaba que si bien
ahora su tía se mostraba cariñosa, en el pasado siempre la había
ignorado, discriminando a su madre y a la vez, había sido cómplice
silenciosa de su padre, a quien el trabajo
no lo apasionaba y era un permanente habitante del bar. Cuando estaba
sobrio tenía la propiedad de ser enérgico y a la vez simpático,
galante y comprador con la gente. La mala imagen para los demás
siempre la daba su pobre madre con su enorme tristeza a cuestas.
Su
padre siempre le gritaba y en forma enérgica la amenazaba con lo
primero que tuviese a mano. Esos hechos violentos de su vida
repercutieron en la escuela y en esos años las maestras habían
tocado varias veces el timbre de su
casa, para alertar sobre su actitud agresiva con sus compañeras.
Pero la simpatía de su padre y a la vez su firmeza, las dejaba
desconcertadas y siempre se iban sin respuestas.
Su madre siempre andaba con
cara larga, cuando su padre volvía con demasiado olor a vino.
― ¡La
plata no alcanza! ―,
le reclamaba ella cuando llegaba.
― ¡La
plata no alcanza, porque la derrochas! ―,
le respondía él gritando.
Ella los miraba discutir
sumamente nerviosa y aquellos gritos perduraban en sus oídos por
bastante tiempo.
Luego en completo silencio se
sentaban a cenar en la mesa y en la mayoría de las veces para
ahorrar dinero eran fideos, con el pesto que hacía su madre
aprovechando al albaca que cultivaba en la huerta del fondo de la
casa. Su padre comía ansiosamente con su vaso de vino
permanentemente lleno. Su madre sufría y solo probaba bocados,
mientras ella terminaba rápidamente el plato y después limpiaba el
pesto con miga de pan para aprovechar lo poco que quedaba.
Su tía le tomó la mano para
acompañarla dentro de la casa y no paraba de hablar. Le dijo que el
domingo le había llevado flores a su padre en el cementerio y que
estaba un poco descuidada su tumba. Repentinamente le preguntó si lo
había ido a visitar y ella le mintió que sí. Pero por nada del
mundo pensaba en ir a verlo, mientras en ese momento lo recordaba
entrando bebido y enojado en esa casa por esa misma puerta.
En un tiempo su padre había
acentuado su agresividad en contra de todo lo que tuviera a su
alrededor. Aquella vez que había empujado y tirado al suelo a su
madre, ella le pidió que se fueran de esa casa.
― ¿Y
adónde nos vamos a ir? ―, le había respondido su madre llorando,
con el miedo que le pasara algo a ella, que era lo único que tenía
en su vida. Realmente podrían haber ido a cualquier parte, porque en
esa vida signada por la violencia, cualquier lado sería mejor y
hubiera sido preferible irse, a quedarse en ese barrio con todos los
parientes de su padre, que encima la despreciaban y humillaban.
Pero también la habían
desahuciado en su propia familia y por eso su madre estaba sola en el
mundo. Era hija de judíos y su padre la había desterrado de su
hogar para siempre, porque con su fanatismo religioso nunca quiso
aceptar que haya quedado embarazada de un hombre como su padre, de
vida disipada y ajena por completo a sus férreas tradiciones.
Al salir
del reformatorio fue a su madre a quien primero visitó en el
cementerio
judío, en el pueblo donde vivía de chica con su familia. Allí la
había llevado su abuela, a la que la había conocido cuando un día
la fue a visitar al reformatorio. Al verla no había podido contener
las lágrimas, porque la anciana tenía la misma cara sufrida de su
madre. Había recibido durante toda su vida el trato agresivo e
intemperante de su abuelo y recién al fallecer éste, pudo rescatar
los restos de su madre para traerlos a ese cementerio.
Todo
sucedió aquella vez que ella ansiaba para su cumpleaños de trece un
hermoso par de zapatos que la había encandilado al verlo en el
escaparate de una zapatería de lujo. Pero eran muy caros y ni pensar
en pedírselo a sus padres en esos momentos de extrema miseria. Al
caer la tarde de aquel día del fin de sus doce años, fue a recorrer
negocios sin rumbo fijo, pensando cómo hacer para conseguir esos
zapatos de cumpleaños que sus padres no le podrían regalar.
Estuvo mirando algunas
vidrieras y ya en el anochecer, cuando estaba regresando a su casa,
la aparición de esa viejecita fue un hecho providencial. Estaba muy
bien vestida en esa calle vacía y oscura. Se acercó sigilosamente
de atrás y le dio un violento empellón, como aquel que su padre le
había dado a su madre. Tenía grandes gafas, un bastón y una gran
cartera del que le extrajo el dinero. Ni por asomo pensó en ese
momento, que esa caída le provocaría la muerte.
Esa noche durmió contenta,
porque al día siguiente estrenaría sus zapatos. Para hacer la
compra se escapó un poco antes de la escuela. Se los probó y le
quedaban muy hermosos, como pintado a sus pies. Se sentía feliz y
con el resto del dinero compró un suéter bastante amplio para su
madre que estaba embarazada y para su padre una botella de buen vino,
aunque más no sea para que no oliera a vino barato.
Su madre con la prenda en sus
manos miraba muy asustada aquellos zapatos nuevos, porque estaba
segura que algo malo ella había hecho para poder comprarlos.
― ¡Qué
angustia tengo! ―,
le dijo, mientras la abrazaba fuerte y la acariciaba.
Ella
sentía toda la presión de su panza de ocho meses sobre su cuerpo.
No se le había ocurrido que pasaría eso, ni su angustia, ni ese
abrazo, ni esas caricias. A ella le gustaban mucho las caricias de
las manos de su madre, que solo las usaba para trabajar, como si
coser ropa ajena fuera la única razón para tener manos. No le dio
explicaciones de donde había sacado el dinero, mientras ella seguía
mirándola triste y pensativa.
La ayudó a preparar la mesa
para comer y cuando llegó su padre con un poco de olor a vino, su
madre le susurró algo al oído. Él la miró enfurecido y gritó,
pero cuando le fue a levantar la mano, su madre lo atajó como pudo
con su panza. Mientras lo contenía, su madre le decía que todo se
iba a arreglar y al mostrarle la botella de vino fino que ella le
había regalado, se calmó rápidamente y le pidió que se acercara,
la miró largamente y la abrazó sin hablarle.
Cenaron fideos con pesto como
siempre, pero la mesa de su cumpleaños estaba más alegre y esa
noche no había tanto silencio. Ella no paraba de contar lo lindo que
eran esos zapatos, el hermoso negocio donde los había comprado y lo
buen mozo que era el vendedor que la había atendido. Cuando los
agentes de policía aparecieron en la puerta, su madre comenzó a
llorar y su padre se puso delante y les pidió que no se la
llevaran.
― Es
muy buena chica que ayuda mucho en la casa a mi mujer que está
embarazada ―,
les explicó con convicción, pero sin ningún éxito.
Ella no quería llorar,
mientras su madre con su panza a cuestas les imploraba a los policías
que no la maltrataran. Cuando salió de la casa todavía a lo lejos
sentía los llantos de su madre. Su padre fue con ella a la comisaría
donde le dijeron que tenían que esperar. Y después llegó aquella
señora maquillada y muy bien vestida que les habló de la ley de
menores, la violencia familiar y las malas influencias y le preguntó
a su padre si consumía alcohol o drogas.
Hablaba mucho de la familia,
mientras ella, que se había mantenido muda, se entretenía mirando
sus zapatos nuevos. Su padre mostrando simpatía trataba de
conquistarla, buscando disminuir la trascendencia del hecho, como
siempre lo había hecho con las maestras. Sin embargo, por más que
se empeñara, la mujer se mantenía imperturbable en su cometido de
investigar sobre la violencia familiar, hasta que al fin su padre
perdió el control.
― ¡Dejé
a mi familia en paz! ―,
le gritó repentinamente y con furia. Entonces, la mujer asustada, se
quedó paralizada y se calló. Ella seguía mirando sus zapatos
mientras pensaba que esa señora, con esa distinguida existencia,
nunca comprendería que es lo que siente una chica pobre cuando no
tiene dinero y desea tener un regalo para su cumpleaños. Finalmente
intercedió el Comisario para apaciguar los ánimos.
Recién
con el tiempo, en el reformatorio de la escuela religiosa donde la
internaron, comprendió que independientemente de la pobreza, el
crecimiento en una atmósfera de violencia familiar, envuelta en el
miedo, la tensión y la falta de amor de su padre, había influido
negativamente en su vida. En
aquel entonces, ella no tenía conciencia de que había realizado
algo malo y cometido un delito. Sumida por ese clima de permanente
violencia, pensaba que lo que había hecho no era nada, simplemente
había empujado a una viejita en una calle oscura.
Fue
durante su internación que se enteró de la muerte de su madre con
su hermanita recién nacida en el mismo parto, y al poco tiempo la de
su padre por un infarto, dado que había quedado sumido luego de la
muerte de su madre en la completa indigencia y envuelto en el
alcohol. Y Ahora ese retroceder del tiempo y la distancia, al
retornar al cuarto de su niñez conducida por su tía, le pareció
como si el tiempo hubiera estado quieto y no pasara, como si todos
esos atardeceres a pesar de ser distintos siguieran siendo los
mismos, como
si todavía fuese una niña y aún su madre estuviera viviendo junto
a ella.
Mención
de honor 64 Concurso de Letras para el Mundo.
Instituto
Cultural Latinoamericano. Argentina. Enero 2019.
Demasiado triste !!! 😭💕🌹
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