Me encontraba caminando entre una gran
cantidad de gente por una galería comercial del barrio de Flores en Buenos
Aires, para efectuar las compras de los regalos de Navidad. De pronto, una joven
mujer que caminaba hablando distraídamente con su celular tropezó abruptamente
conmigo. Era muy linda, tenía el pelo rubio y color de tez igual que el mío y era
casi de mi estatura. El golpe hizo que su bolso cayera al suelo y se abriera,
dejando escapar parte de su contenido en el piso de la galería. Traté de
ayudarla a recuperar sus cosas entre toda esa gente, cuando observé una pequeña
y vieja muñequita de pelo rubio caída en el suelo. Esa visión me trasladó instantáneamente
a un triste recuerdo instalado en el fondo de mi alma y que cada tanto emergía
desesperadamente.
En ellos, siempre aparecía la enorme casa de mis abuelos, frente al inmenso Parque Avellaneda, donde vivía de chico con ellos, mis padres y mi hermanita melliza. Al igual que otros inmigrantes, habían llegado a estas tierras con sus sueños a cuestas y la habían construido con sudor y muchos sacrificios. Era una de esas casas alargadas “tipo chorizo”, con habitaciones comunicadas y ventiladas mediante largos pasillos internos. Al fondo, estaba la tradicional huerta casera y numerosos árboles frutales. Allí, mis padres habían instalado unas hamacas y otros juegos, donde nos divertíamos con mi hermanita en aquellos días felices de mi infancia.
Pero esa felicidad grabada en mi mente de esos primeros tiempos de mi vida, quedó trunca para siempre desde aquel día fatídico. En ese entonces, concurríamos a escuelas diferenciadas por sexo, y ese día mi hermanita no tuvo clases porque se efectuaban tareas de desinfección. Entonces, como mis padres tenían que hacer unos trámites urgentes en la Ciudad de la Plata, decidieron llevarla con ellos en el coche. Cuando transitaban por la ruta, un camión se les cruzó de frente y tuvieron un accidente fatal, quedando el auto destruido por completo. Mis padres fallecieron en el acto, pero lo realmente extraño de esa tragedia, fue que el cuerpo de mi hermanita jamás apareció.
Ese hecho tuvo mucha difusión pública en los medios y luego de varias investigaciones, la teoría más atinada era que mi hermanita habría salido con vida del accidente y que fue apropiada por algunos malvivientes. Justamente cercano al lugar del accidente había un asentamiento en la que vivía mucha gente del hampa, donde circulaba impunemente la droga y la trata de personas. De todas formas, a pesar de esas presunciones, las intensas investigaciones realizadas por la policía no llegaron a ningún resultado positivo, y después de un tiempo no se habló más del asunto.
Sin embargo, yo nunca pude olvidar a mi hermanita melliza desaparecida, y en mi subconsciente siempre la buscaba. La recordaba jugando con su adorada muñequita de largo pelo rubio que le había traído Papá Noel, la que dormía siempre en su cama y era parte de su vida. Por ello, su repentina visión sobre el piso de la galería me provocó una profunda impresión, mientras instantáneamente el rostro de esa mujer tan parecida al mío, se mezclaba ahora en mis recuerdos con la de mi hermanita melliza, en aquel mundo lejano y feliz de mi niñez.
― Perdóname, pero estaba caminando un poco apurada y no te vi ―, me dijo la muchacha, cortando abruptamente mis pensamientos, en tanto guardaba el celular y todas sus otras pertenencias en el bolso. En mi mano yo seguía apretando con fuerza aquella diminuta muñequita, mientras la emoción me embargaba, porque tenía la presunción de que era la misma de aquel entonces.
― No te hagas ningún problema por el tropezón, no pasó nada ―, alcancé a balbucear.
― ¿Podrías devolverme mi muñequita, por favor? Es un recuerdo de mi madre ―, me dijo ella amablemente.
Mientras se lo devolvía, la miré intensamente, tratando de buscar algún indicio o señal en su rostro que expresara algún signo de reconocimiento. Sin embargo, la muchacha se mantuvo completamente indiferente, tomó la muñequita y luego de mirarla con cariño, me dio las gracias, dio media vuelta y se marchó, dirigiéndose prestamente hacia la calle entre esa muchedumbre que nos rodeaba. Ya había andado unos pasos cuando reaccioné súbitamente, y la llamé desesperado gritando tan fuertemente el nombre de mi hermanita, que retumbó en toda la galería. Entonces, ella se detuvo al instante y muy sorprendida volvió su rostro hacia mí, junto con los de algunas personas que la rodeaban.
― Me parece que me has confundido con otra, porque yo no me llamo así. Ese no es mi nombre ―, me aclaró. Me contempló por un instante y creí adivinar un gesto de compasión en su mirada, antes que reanudara su marcha resueltamente.
Quedé paralizado sin atinar a nada y mientras se iba desvaneciendo para siempre de mi vista, lo último que vislumbré fue su pelo rubio y el de la pequeña muñequita que seguía aferrada a su mano. Quedé allí parado durante un tiempo, tratando de alejar de mi mente aquella dolorosa imagen de mi pasado que permanentemente me perseguía. Luego, algo más calmado de aquel encuentro circunstancial, reanudé mi marcha lentamente por la galería, mirando las vidrieras de los negocios para adquirir los regalos de las fiestas de Navidad. Estaba rodeado de una multitud de gente ansiosa por comprar, ignorante de aquel drama que formaba parte de la historia de mi vida.
En ellos, siempre aparecía la enorme casa de mis abuelos, frente al inmenso Parque Avellaneda, donde vivía de chico con ellos, mis padres y mi hermanita melliza. Al igual que otros inmigrantes, habían llegado a estas tierras con sus sueños a cuestas y la habían construido con sudor y muchos sacrificios. Era una de esas casas alargadas “tipo chorizo”, con habitaciones comunicadas y ventiladas mediante largos pasillos internos. Al fondo, estaba la tradicional huerta casera y numerosos árboles frutales. Allí, mis padres habían instalado unas hamacas y otros juegos, donde nos divertíamos con mi hermanita en aquellos días felices de mi infancia.
Pero esa felicidad grabada en mi mente de esos primeros tiempos de mi vida, quedó trunca para siempre desde aquel día fatídico. En ese entonces, concurríamos a escuelas diferenciadas por sexo, y ese día mi hermanita no tuvo clases porque se efectuaban tareas de desinfección. Entonces, como mis padres tenían que hacer unos trámites urgentes en la Ciudad de la Plata, decidieron llevarla con ellos en el coche. Cuando transitaban por la ruta, un camión se les cruzó de frente y tuvieron un accidente fatal, quedando el auto destruido por completo. Mis padres fallecieron en el acto, pero lo realmente extraño de esa tragedia, fue que el cuerpo de mi hermanita jamás apareció.
Ese hecho tuvo mucha difusión pública en los medios y luego de varias investigaciones, la teoría más atinada era que mi hermanita habría salido con vida del accidente y que fue apropiada por algunos malvivientes. Justamente cercano al lugar del accidente había un asentamiento en la que vivía mucha gente del hampa, donde circulaba impunemente la droga y la trata de personas. De todas formas, a pesar de esas presunciones, las intensas investigaciones realizadas por la policía no llegaron a ningún resultado positivo, y después de un tiempo no se habló más del asunto.
Sin embargo, yo nunca pude olvidar a mi hermanita melliza desaparecida, y en mi subconsciente siempre la buscaba. La recordaba jugando con su adorada muñequita de largo pelo rubio que le había traído Papá Noel, la que dormía siempre en su cama y era parte de su vida. Por ello, su repentina visión sobre el piso de la galería me provocó una profunda impresión, mientras instantáneamente el rostro de esa mujer tan parecida al mío, se mezclaba ahora en mis recuerdos con la de mi hermanita melliza, en aquel mundo lejano y feliz de mi niñez.
― Perdóname, pero estaba caminando un poco apurada y no te vi ―, me dijo la muchacha, cortando abruptamente mis pensamientos, en tanto guardaba el celular y todas sus otras pertenencias en el bolso. En mi mano yo seguía apretando con fuerza aquella diminuta muñequita, mientras la emoción me embargaba, porque tenía la presunción de que era la misma de aquel entonces.
― No te hagas ningún problema por el tropezón, no pasó nada ―, alcancé a balbucear.
― ¿Podrías devolverme mi muñequita, por favor? Es un recuerdo de mi madre ―, me dijo ella amablemente.
Mientras se lo devolvía, la miré intensamente, tratando de buscar algún indicio o señal en su rostro que expresara algún signo de reconocimiento. Sin embargo, la muchacha se mantuvo completamente indiferente, tomó la muñequita y luego de mirarla con cariño, me dio las gracias, dio media vuelta y se marchó, dirigiéndose prestamente hacia la calle entre esa muchedumbre que nos rodeaba. Ya había andado unos pasos cuando reaccioné súbitamente, y la llamé desesperado gritando tan fuertemente el nombre de mi hermanita, que retumbó en toda la galería. Entonces, ella se detuvo al instante y muy sorprendida volvió su rostro hacia mí, junto con los de algunas personas que la rodeaban.
― Me parece que me has confundido con otra, porque yo no me llamo así. Ese no es mi nombre ―, me aclaró. Me contempló por un instante y creí adivinar un gesto de compasión en su mirada, antes que reanudara su marcha resueltamente.
Quedé paralizado sin atinar a nada y mientras se iba desvaneciendo para siempre de mi vista, lo último que vislumbré fue su pelo rubio y el de la pequeña muñequita que seguía aferrada a su mano. Quedé allí parado durante un tiempo, tratando de alejar de mi mente aquella dolorosa imagen de mi pasado que permanentemente me perseguía. Luego, algo más calmado de aquel encuentro circunstancial, reanudé mi marcha lentamente por la galería, mirando las vidrieras de los negocios para adquirir los regalos de las fiestas de Navidad. Estaba rodeado de una multitud de gente ansiosa por comprar, ignorante de aquel drama que formaba parte de la historia de mi vida.
Mención de Honor V Certamen Literario
Rotary Club de Flores.
Género Cuento. Buenos Aires. Argentna. Junio 2017.
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